BOAVENTURA DE SOUSA SANTOS

el milenio hu�rfano
ensayos para una nueva cultura pol�tica

(PRESENTACION DE JUAN CARLOS MONEDERO)


SOBRE EL POSMODERNISMO DE OPOSICI�N1:

Quiz�s hoy m�s que nunca los problemas m�s importantes de cada una de las ciencias sociales, lejos de ser espec�ficos, coinciden con los que las ciencias sociales afrontan en general. Incluso algunos de estos problemas son tambi�n caracter�sticos de las ciencias naturales, lo cual me lleva a pensar que son s�ntomas de una crisis general del paradigma de la ciencia moderna. En este capitulo examinar� un problema que puede ser formulado mediante la siguiente pregunta: �por que se ha vuelto tan dif�cil construir una teor�a cr�tica? �ste es un interrogante que la sociolog�a comparte con el resto de las ciencias sociales. Como primera medida formular� el problema e identificar� los factores que contribuyeron a que fuera particularmente importante durante la d�cada de los a�os noventa del pasado siglo. Posteriormente sugerir� algunas pistas para la so luci�n de este problema. As� mismo, a lo largo de estos p�rrafos expondr� en detalle lo que entiendo por posmodernismo de oposici�n.

EL PROBLEMA

El problema m�s desconcertante con el que se enfrentan las ciencias sociales hoy d�a puede ser formulado de la siguiente manera: si a comienzos del siglo XXI vivimos en un mundo en donde hay mucho para ser criticado, �por qu� se ha vuelto tan dif�cil producir una teor�a cr�tica? Por �teor�a cr�tica� entiendo aqu�lla que no reduce “la realidad” a lo que existe. La realidad, como quiera que se la conciba, es considerada por la teor�a cr�tica como un campo de posibilidades, siendo precisamente la tarea de la teor�a cr�tica definir y ponderar el grado de variaci�n que existe m�s all� de lo emp�ricamente dado. El an�lisis cr�tico de lo que existe reposa sobre el presupuesto de que los hechos de la realidad no agotan las posibilidades de la existencia, y que, por tanto, tambi�n hay alternativas capaces de superar aquello que resulta criticable en lo que existe. El malestar, la indignaci�n y el inconformismo frente a lo que existe sirven de fuente de inspiraci�n para teorizar sobre el modo de superar tal estado de cosas.

Las situaciones o condiciones que provocan en nosotros malestar, indignaci�n e inconformismo parecen no ser excepcionales en el mundo actual. Basta recordar que las grandes promesas de la modernidad a�n est�n por ser cumplidas, o que su cumplimiento ha terminado por precipitar efectos perversos.

La promesa de la igualdad resulta ser un caso elocuente. Los pa�ses capitalistas desarrollados, que abrigan al 21% de la poblaci�n mundial, controlan el 78% de la producci�n de bienes y servicios, y consumen el 75% de toda la energ�a generada. Los trabajadores de los sectores textil y energ�tico en el Tercer Mundo ganan en una proporci�n veinte veces menor en comparaci�n con los trabajadores de Europa y Norteam�rica, realizando el mismo tipo de trabajo y alcanzando el mismo nivel de productividad. Desde que la crisis de la deuda emergi� a principios de la d�cada de los ochenta, los pa�ses deudores del Tercer Mundo han venido contribuyendo a la riqueza de los pa�ses desarrollados en t�rminos de liquidez, pag�ndoles anualmente un promedio de 30.000 millones de d�lares m�s de lo que ellos a su vez reciben por concepto de los nuevos pr�stamos. En el mismo per�odo los alimentos disponibles en el Tercer Mundo decrecieron alrededor del 30%. No obstante, el �rea de cultivo de soja del Brasil, por s� sola, bastar�a para alimentar a m�s de 40 millones de personas si en su lugar fueran sembradas plantaciones de frijoles y ma�z. Asimismo, en el siglo XX murieron de hambre m�s personas que en cualquier otro siglo, y el abismo entre los pa�ses ricos y los pobres es cada vez m�s amplio.

La promesa de la libertad tampoco ha sido satisfecha. Las violaciones de los derechos humanos en pa�ses que formalmente viven en paz y en democracia han alcanzado proporciones alarmantes. Solo en la India, 15 millones de ni�os trabajan bajo condiciones de esclavitud (se trata de los ni�os esclavos trabajadores); la violencia policial y penitenciaria en Brasil y Venezuela es inaudita; los conflictos raciales en el Reino Unido casi han llegado a triplicarse entre 1989 y 1996. La violencia sexual en contra de las mujeres, la prostituci�n infantil, los ni�os de la calle, millares de v�ctimas a causa de las minas antipersonales, la discriminaci�n en contra de los adictos a las drogas, de los homosexuales y de los enfermos de sida, los juicios a civiles por parte de jueces sin rostro en Colombia y en Per�, la limpieza �tnica y el chauvinismo religioso son algunas de las manifestaciones propias de la di�spora de la libertad, algunos de los eventos a trav�s de los cuales la libertad ha sido entorpecida o simplemente denegada.

En cuanto a la promesa de paz perpetua que Kant formul� de un modo tan elocuente, mientras que en el siglo XVIII murieron 4,4 millones de personas en 68 guerras, en el siglo XX murieron alrededor de 99 millones en 237 guerras. Entre los siglos XVIII y XX la poblaci�n mundial se multiplic� por 3,6, mientras las bajas en combate se multiplicaron por 22,4. Tras la ca�da del muro de Berl�n y del final de la Guerra Fr�a, la paz que varios creyeron al fin asequible se convirti� en un espejismo cruel a la vista del incremento de conflictos entre los Estados y en el interior de los mismos.

La promesa de la dominaci�n de la naturaleza se llev� a cabo de una manera perversa al destruir la naturaleza misma y generar la crisis ecol�gica. Baste citar dos ejemplos. En los �ltimos cincuenta a�os el mundo ha perdido alrededor de una tercera parte de su reserva forestal. A pesar de que las selvas y los bosques tropicales proveen el 42% de biodiversidad y de ox�geno, 242.820 hect�reas de reserva forestal mexicana han sido destruidas cada a�o. Hoy d�a las empresas multinacionales tienen derecho a talar �rboles en 12 millones de acres de la selva amaz�nica. La sequ�a y la escasez de agua son los problemas que m�s afectar�n a los pa�ses del Tercer Mundo en la primera d�cada del siglo XXI. De igual forma, una quinta parte de la humanidad no podr� obtener agua potable.

Esta breve enumeraci�n de problemas que nos causan indignaci�n e inconformidad deber�a bastar no s�lo para hacernos cuestionar cr�ticamente la naturaleza y la condici�n moral de nuestra sociedad, sino tambi�n para emprender una b�squeda de alternativas de respuestas, te�ricamente sustentadas, a tales interrogantes. Estos cuestionamientos e indagaciones siempre hab�an constituido la base sobre la cual reposaba la teor�a cr�tica moderna. Nadie ha definido la teor�a cr�tica moderna de una manera m�s adecuada que Max Horkheimer. La teor�a cr�tica moderna es, sobre todo, una teor�a epistemol�gicamente fundada en la necesidad de superar el dualismo burgu�s entre el cient�fico individual como creador aut�nomo de conocimiento y la totalidad de la actividad social que lo rodea. Horkheimer anota: �La raz�n no se puede convertir en algo transparente a s� misma, mientras que el ser humano act�e como miembro de un organismo que carece de raz�n� (Horkheimer 1972, 208). La irracionalidad de la sociedad moderna reside en el hecho de que dicha sociedad ha sido producto de una voluntad particular, la del capitalismo, y no de una voluntad general, �una voluntad mancomunada y consciente de s� misma� (Horkheimer 1972, 208). De esta manera, la teor�a cr�tica no acepta los conceptos de �bueno�, ��til�, �apropiado�, �productivo� o �valioso� tal y como son entendidos por el orden social existente, y se resiste a concebirlos como presupuestos no cient�ficos sobre los cuales no se puede hacer nada. �La aceptaci�n cr�tica de las categor�as que gobiernan la vida social simult�neamente contiene su reprobaci�n� (Horkheimer 1972, 208). �ste es el motivo de que la identificaci�n del pensamiento cr�tico con la sociedad donde esta inserto siempre haya estado llena de tensiones.

La teor�a cr�tica moderna ha tomado del an�lisis hist�rico las metas a las que se debe orientar la actividad humana, y en particular se ha trazado la idea de una organizaci�n social razonable capaz de satisfacer las necesidades de la comunidad como un todo. Dichas metas, a�n cuando inherentes al quehacer humano, �no son correctamente comprendidas por los sujetos ni la mente com�n� (Horkheimer 1972, 213). La lucha para lograr dichas metas es intr�nseca a la teor�a, por lo cual �la primera consecuencia de la teor�a que reclama una transformaci�n de la sociedad como un todo es la intensificaci�n de la lucha con la que la teor�a se encuentra vinculada� (Horkheimer 1972, 219).

Resulta obvia la influencia de Marx en la noci�n de Horkheimer sobre la teor�a cr�tica moderna. De hecho, el marxismo se constituy� en el pilar fundamental de la sociolog�a cr�tica del siglo XX. A�n as�, la sociolog�a cr�tica tambi�n le debi� sus cimientos a la influencia del romanticismo del siglo XVIII, del utopismo del siglo XIX y del pragmatismo norteamericano del siglo XX. As�, en esta tendencia tuvieron lugar m�ltiples orientaciones te�ricas, tales como el estructuralismo, e! existencialismo, el psicoan�lisis y la fenomenolog�a, siendo sus �conos anal�ticos m�s destacados, quiz�s, nociones como clase, conflicto, �lite, alienaci�n, dominaci�n, exploraci�n, imperialismo, racismo, sexismo, dependencia, sistema mundial y teolog�a de la liberaci�n.

El hecho de que estos conceptos y sus configuraciones te�ricas sean todav�a parte del trabajo de los soci�logos y de los diferentes expertos en ciencias sociales nos podr�a llevar a pensar que a�n hoy d�a hacer teor�a social cr�tica resulta tan f�cil o tan factible como lo era antes. Pero considero que no es as�. En primer lugar, varios de estos conceptos dejaron de tener la centralidad de que gozaban antes, o han sido reelaborados o matizados de tal forma que de hecho han perdido gran parte de su poder cr�tico. En segundo lugar, la sociolog�a convencional, tanto en su versi�n positivista como antipositivista, hizo todo lo necesario para que se convirtiera en algo aceptable el asumir una postura cr�tica frente a la sociolog�a cr�tica como remedio para superar la crisis de la sociolog�a misma. En el caso de la sociolog�a positivista, esta cr�tica repos� en la idea de que el rigor metodol�gico y la utilidad social de la sociolog�a presupon�an que ella deb�a concentrarse en el an�lisis de lo que existe y no en el dise�o de alternativas frente a la realidad existente. En el caso de la sociolog�a antipositivista, la cr�tica se bas� en la idea de que los cient�ficos sociales no pod�an imponer sus propias preferencias normativas, ya que carec�an de un punto de vista privilegiado que les permitiera hacerlo.

En consecuencia, el interrogante que siempre ha servido como punto de partida para la teor�a cr�tica — �de qu� lado est� usted?—, para unos se convirti� en una pregunta ileg�tima, para otros en algo irrelevante, e incluso para algunos otros en una duda que simplemente no ten�a respuesta. Algunos, al considerar que no tienen por qu� explicitar de qu� lado est�n, han cesado de preocuparse de dicho interrogante y han criticado a aquellos que si lo hacen; a otros, quiz�s las generaciones m�s j�venes de cient�ficos sociales, les gustar�a responder a esta pregunta y por tanto tomar partido al respecto, pero han constatado, en ocasiones con angustia, la aparente y creciente dificultad de identificar posiciones alternativas concretas frente a las cuales ser�a imperativo escoger de qu� lado se est�. Ellos tambi�n son los m�s afectados por el problema que aqu� constituye mi punto de partida: “�por qu�, si hay mucho para criticar —tal vez m�s que nunca antes—, resulta tan dif�cil construir una teor�a cr�tica?

LAS POSIBLES CAUSAS

En lo que sigue identificar� algunos de los factores que, a mi parecer, constituyen las causas que hacen que el construir una teor�a cr�tica sea una labor dif�cil. Siguiendo la posici�n de Horkheimer arriba rese�ada, la teor�a cr�tica moderna concibe la sociedad como una totalidad y, por tanto, su propuesta se ha configurado como una alternativa total frente a la sociedad existente. La teor�a marxista es el ejemplo m�s claro al respecto. A�n as�, la noci�n de la sociedad como una totalidad es una construcci�n social como cualquier otra. S�lo se diferencia de las construcciones rivales por las premisas que le sirven de cimiento: una forma de conocimiento que, por s� misma, es total (o absoluta) se erige como una condici�n para comprender la totalidad de una manera adecuada; un principio �nico de transformaci�n social y un �nico actor colectivo son capaces de lograr dicha transformaci�n; un contexto pol�tico institucional bien definido permite el planteamiento de las luchas consideradas necesarias de emprender a la luz de los objetivos insitos en dicho contexto. Las cr�ticas a estos presupuestos ya han sido hechas y no es mi intenci�n repetirlas. Lo �nico que pretendo es explicar el lugar en el que terminamos con ese tipo de cr�ticas.

El conocimiento totalizador es el conocimiento del orden sobre el caos. Al respecto, lo que distingue a la sociolog�a funcionalista de la sociolog�a marxista es el hecho de que la primera se encuentra orientada al orden de la regulaci�n social, mientras que la segunda dirige su atenci�n al orden de la emancipaci�n social. Al comienzo del siglo XXI tenemos que afrontar una realidad de desorden, tanto en la regulaci�n social como en la emancipaci�n social. Formamos parte de sociedades que son autoritarias y libertarias al mismo tiempo.

El �ltimo gran intento de producir una teor�a moderna cr�tica fue el de Foucault, quien justamente se preocup� por estudiar las particularidades del conocimiento totalizador de la modernidad, a saber, la ciencia moderna. En contraste con las opiniones actuales, considero que Foucault es un cr�tico moderno, no posmoderno. Parad�jicamente, representa tanto el cl�max como el colapso de la teor�a cr�tica moderna. Al llevar hasta sus �ltimas consecuencias el poder disciplinario del pan�ptico erigido por la ciencia moderna, Foucault demuestra que, en este �r�gimen de la verdad�, no existe ning�n escape emancipatorio frente al mismo, ya que la resistencia misma se ha convertido en un poder disciplinario y, por tanto, en un modo de opresi�n aceptada, internalizada.

El gran m�rito de Foucault radica en haber mostrado las opacidades y los silencios producidos por la ciencia moderna y, por tanto, en haberle dado credibilidad a la tarea de buscar �reg�menes de la verdad� alternativos, de identificar otras formas de conocimiento que han resultado marginadas, suprimidas y desacreditadas por la ciencia moderna. Hoy vivimos en un escenario multicultural, en un lugar que constantemente apela a una hermen�utica de la sospecha frente a totalidades o universalismos que se presumen a s� mismos como tales. No obstante, el multiculturalismo ha florecido en los estudios culturales, en aquellas configuraciones transdisciplinarias en las que convergen las diferentes ciencias sociales, as� como en los an�lisis literarios, en donde el conocimiento cr�tico —el feminismo, el antisexismo, el antirracismo, el conocimiento poscolonial— esta siendo constantemente generado 2.

El principio elemental de la transfiguraci�n social que subyace a la teor�a cr�tica moderna reposa en la idea de un futuro socialista ineludible, el cual es generado por el desarrollo constante de las fuerzas productivas y por las luchas de clase mediante las cuales se expresa. A diferencia de lo que hab�a ocurrido en las transiciones previas, esta vez la mayor�a —la clase trabajadora—, y no una minor�a, ser�a la protagonista del proceso en el cual se lograr�a superar la sociedad capitalista. Como indiqu� anteriormente, la sociolog�a cr�tica moderna ha interpretado este principio con una gran libertad y en ocasiones lo ha complementado mediante revisiones profundas. En este punto la teor�a cr�tica moderna comparte con la sociolog�a convencional dos aspectos importantes. De una parte, la noci�n de agentes hist�ricos se corresponde perfectamente con la dualidad de estructura y acci�n que subyace a toda sociolog�a. De otra parte, ambas tradiciones sociol�gicas ten�an la misma noci�n de las relaciones que ocurr�an entre la naturaleza y la sociedad, y as� mismo ambas conceb�an la industrializaci�n como la partera del desarrollo.

Por tanto, no resulta sorprendente que la crisis de la teor�a cr�tica moderna haya sido com�nmente confundida con la crisis de la sociolog�a en general. Nuestra posici�n al respecto puede ser resumida de la siguiente manera. En primer t�rmino, no existe un principio �nico de transformaci�n social; incluso aquellos que contin�an creyendo en un futuro socialista lo conciben como un futuro posible que compite con otro tipo de alternativas futuras. As� mismo, no existen agentes hist�ricos ni tampoco una forma �nica de dominaci�n. Los rostros de la dominaci�n y de la opresi�n son m�ltiples, y muchos de ellos, como por ejemplo la dominaci�n patriarcal, han sido irresponsablemente pasados por alto por la teor�a cr�tica moderna. No es una casualidad que en las �ltimas dos d�cadas haya sido la sociolog�a feminista la que ha generado la mejor teor�a cr�tica. Si los rostros de la dominaci�n son m�ltiples, tambi�n deben ser diversas las formas y los agentes de resistencia a ellos. Ante la ausencia de un principio �nico, no resulta posible reunir todo tipo de resistencia y a todos los agentes all� involucrados bajo la �gida de una gran teor�a com�n. M�s que una teor�a com�n, lo que se requiere es una teor�a de la traducci�n capaz de hacer mutuamente inteligibles las diferentes luchas, permitiendo de esta manera que los actores colectivos se expresen sobre las opresiones a las que hacen resistencia y las aspiraciones que los movilizan. En segundo t�rmino, la industrializaci�n no es el motor del progreso ni tampoco la partera del desarrollo. De una parte, la industrializaci�n presupone una concepci�n retrograda de la naturaleza, ya que desconoce la relaci�n entre la degradaci�n de la naturaleza y la degradaci�n de la sociedad protegida por dicha naturaleza. De otra parte, para las dos terceras partes de la humanidad la industrializaci�n no ha representado desarrollo alguno. Si por desarrollo se entiende el crecimiento de la econom�a y de la riqueza de los pa�ses menos desarrollados para que se puedan acercar a los niveles propios de los pa�ses desarrollados, resulta f�cil demostrar como dicha meta no ha sido m�s que un espejismo, ya que, como mencione arriba, el margen de desigualdad entre los pa�ses ricos y pobres no ha cesado de crecer. Si por desarrollo se entiende el crecimiento de la econom�a para garantizar a la poblaci�n una mejor calidad de vida, hoy resulta sencillo comprobar que el bienestar de la poblaci�n no depende tanto de la cantidad de riqueza cuanto de su debida distribuci�n. Ya que hoy en d�a el fracaso del espejismo del desarrollo se hace cada vez m�s obvio, quiz�s en lugar de buscar modelos alternativos de desarrollo ha llegado el momento de crear alternativas al desarrollo mismo. Incluso el termino �Tercer Mundo� tiene cada vez menos sentido, y no s�lo porque el t�rmino �Segundo Mundo� ya no tenga un referente en la realidad.

En este sentido, la crisis de la teor�a cr�tica moderna ha acarreado algunas consecuencias perturbadoras. Durante mucho tiempo las alternativas cient�ficas tambi�n fueron alternativas pol�ticas de manera inequ�voca. Las mismas eran identificadas mediante �conos anal�ticos distintivos que convert�an en tarea f�cil el diferenciar los campos pol�ticos y sus contradicciones. Pero la crisis de la teor�a cr�tica moderna tambi�n precipit� la crisis de la diferenciaci�n a trav�s de dichos �conos. As�, los mismos �conos empezaron a ser compartidos por campos pol�ticos opuestos, cuyo antagonismo ya hab�a sido previamente demarcado con exactitud, o, de manera alternativa, se crearon �conos h�bridos que inclu�an de modo ecl�ctico diversos elementos de los diferentes campos. As�, el icono de la oposici�n capitalismo/socialismo fue reemplazado por el �cono de la sociedad industrial; luego, por el de la sociedad posindustrial, y al final por el de la sociedad inform�tica. La oposici�n entre el imperialismo y la modernizaci�n fue gradualmente sustituida por el concepto intr�nsecamente h�brido de la globalizaci�n. La oposici�n revoluci�n / democracia fue dr�sticamente suplida por los conceptos de ajuste estructural y del Consenso de Washington, al igual que por conceptos h�bridos como la participaci�n o el desarrollo sostenible. Mediante este tipo de pol�tica sem�ntica los diferentes campos cesaron de tener un nombre y una insignia y, por tanto, dejaron de ser en gran medida �mbitos diferenciables. Aqu� radica la dificultad de aquellos que, si bien desean tomar partido, encuentran bastante complicado identificar los campos entre los cuales debe ser escogido el lado del que se est�.

La falta de definici�n o de determinaci�n de la postura del adversario o del enemigo se ha constituido como el correlato de la dificultad de identificar los diversos campos, un s�ndrome que se ha visto reforzado por el descubrimiento de la multiplicidad de las opresiones, de las resistencias y de los agentes arriba mencionados. A principios del siglo XIX, cuando los luditas romp�an las m�quinas que consideraban les estaban robando su trabajo, hubiera sido f�cil mostrarles que el enemigo no eran las m�quinas sino aqu�l que ten�a el poder para comprarlas o utilizarlas. Hoy d�a la opacidad del enemigo o del adversario es mucho mayor. Detr�s del enemigo m�s cercano siempre parece haber otro m�s. Adem�s, quien quiera que este detr�s puede estar a la vez al frente. Como quiera que sea, el espacio virtual puede constituirse perfectamente en la met�fora de esta indeterminaci�n: la pantalla del frente puede ser, del mismo modo, la pantalla que esta detr�s.

En resumen, las dificultades actuales para construir una teor�a cr�tica pueden ser formuladas de la siguiente manera. Debido a que las promesas de la modernidad no fueron cumplidas, se han convertido en problemas para los cuales no parece existir soluci�n. Mientras tanto, las condiciones que precipitaron la crisis de la teor�a cr�tica moderna a�n no se han constituido en las condiciones para superar la crisis. Aqu� radica la complejidad de nuestra postura de transici�n, la cual puede ser precisada as�: estamos enfrentando diversos problemas modernos para los cuales no existen soluciones modernas. De acuerdo con una posici�n, que podr�a ser denominada �posmodernismo celebratorio�, el hecho de que no existan soluciones modernas indica que probablemente no hay problemas modernos, o que en realidad no hay promesas modernas. As�, lo que existe debe ser aceptado y elogiado. Seg�n la otra postura, que he denominado �posmodernidad inquietante o de oposici�n�, se asume que existe una disyunci�n entre los problemas de la modernidad y las posibles soluciones de la posmodernidad, la cual debe ser convertida en punto de partida para afrontar los desaf�os derivados del intento de construir una teor�a cr�tica posmoderna. Esta �ltima posici�n es mi postura, que, en t�rminos muy generales, enunciar� en las siguientes l�neas.

HACIA UNA TEOR�A CR�TICA POSMODERNA

Uno de los fracasos de la teor�a cr�tica moderna fue no haber reconocido que la raz�n que cr�tica no puede ser la misma que la raz�n que piensa, que construye y que legitima aquello que resulta criticable. As� como no existe un conocimiento en general, tampoco existe una ignorancia en general. Lo que ignoramos siempre constituye una ignorancia respecto de una determinada forma de conocimiento; y lo que sabemos es siempre un conocimiento en relaci�n con una determinada forma de ignorancia. Cada acto de conocimiento es una trayectoria que va desde el punto A, que designamos como ignorancia, hasta el punto B, que designamos como conocimiento.

Dentro del proyecto de la modernidad podemos diferenciar dos formas de conocimiento. De una parte, el conocimiento como regulaci�n, cuyo punto de ignorancia es denominado caos y cuyo punto de conocimiento es llamado orden. De la otra, el conocimiento como emancipaci�n, cuyo punto de ignorancia es llamado colonialismo y cuyo punto de conocimiento es denominado solidaridad 3. A�n cuando ambas formas de conocimiento se encuentran inscritas en la matriz de la modernidad euroc�ntrica, la verdad es que el conocimiento como regulaci�n acabo predominando sobre el conocimiento como emancipaci�n. Este resultado se deriv� del modo en el que la ciencia moderna se convirti� en una instancia hegem�nica y por tanto institucionalizada. As�, la teor�a cr�tica moderna, a�n cuando reclamaba ser una forma de conocimiento como emancipaci�n, al desatender la tarea de elaborar una cr�tica epistemol�gica a la ciencia moderna, r�pidamente empez� a convertirse en una forma de conocimiento como regulaci�n.

Por el contrario, en una teor�a cr�tica posmoderna toda forma de conocimiento cr�tico debe comenzar por ser una cr�tica al conocimiento mismo. En la fase de transici�n paradigm�tica en que nos encontramos, la teor�a cr�tica posmoderna esta siendo construida sobre los cimientos de una tradici�n moderna marginada y epistemol�gicamente desacreditada, a saber, la que he llamado conocimiento como emancipaci�n. Bajo esta forma de conocimiento la ignorancia es entendida como colonialismo. El colonialismo es la concepci�n que ve al otro como objeto, no como sujeto. De acuerdo con esta forma de conocimiento, conocer es reconocer al otro como sujeto de conocimiento, es progresar en el sentido de elevar al otro del estatus de objeto al estatus de sujeto. Esta forma de conocimiento como reconocimiento es la que denomino solidaridad.

Pero estamos tan acostumbrados a concebir el conocimiento como un principio de orden sobre las cosas y las personas, que encontramos dif�cil imaginar una forma de conocimiento que pueda desarrollarse sobre la base de un principio de solidaridad. No obstante, esta dificultad es un reto que debe ser encarado. Despu�s de saber lo que ocurri� con las alternativas propuestas por la teor�a cr�tica moderna, no debemos contentarnos con pensar meramente sobre alternativas. Lo que se requiere es una forma alternativa de pensar alternativas.

Lo que entiendo por conocimiento como emancipaci�n puede hacerse m�s claro si, a la manera de un experimento mental, volvemos a los or�genes de la ciencia moderna. En los albores de la ciencia moderna en el siglo XVII, la coexistencia de la regulaci�n y de la emancipaci�n en el centro de la empresa del avance del conocimiento resultaba n�tida. El nuevo conocimiento de la naturaleza —esto es, la superaci�n del caos amenazante de los procesos naturales sobre los cuales a�n no se tenia dominio, mediante un principio de orden lo suficientemente apropiado como para lograr dominarlos— no tenia un prop�sito diferente que el de liberar a los seres humanos de las cadenas de todo lo que previamente hab�a sido considerado como natural: Dios, la tradici�n, las costumbres, la comunidad, los rangos. As�, la sociedad liberal emergi� como una sociedad de sujetos libres e iguales, homog�neamente equipados con la libertad para decidir sobre sus propios destinos. El car�cter emancipatorio de este nuevo paradigma social radica en el principio bastante amplio de reconocimiento del otro como igual, reconocimiento rec�proco id�ntico al moderno principio de solidaridad. En tanto la ciencia moderna avanz� en su regulaci�n sobre la naturaleza, tambi�n fue pro-moviendo la emancipaci�n del ser humano. Pero este c�rculo virtuoso estaba cargado de tensiones y contradicciones. Para empezar, que se entend�a por naturaleza y que por ser humano era de por si problem�tico y objeto de debate. Visto desde nuestra perspectiva actual, la naturaleza en esos tiempos iniciales era concebida como una noci�n mucho m�s amplia, que inclu�a partes que hoy podr�amos entender insertas dentro de lo que llamamos �ser humano�: los esclavos, los ind�genas, las mujeres, los ni�os. Estos grupos no fueron incluidos dentro del c�rculo de reciprocidad mencionado porque eran considerados naturaleza, o al menos su lugar era concebido como m�s cercano a la naturaleza, en comparaci�n con el lugar del ser humano, de acuerdo con el concepto que se presum�a era el adecuado sobre el mismo. Conocer dichos grupos no era nada diferente a regularlos, a alinear su omportamiento ca�tico e irracional de acuerdo con el principio del orden.

As� mismo, la sociedad liberal que para entonces estaba emergiendo era tambi�n una sociedad de mercado, una sociedad capitalista. En esta sociedad los poderes de los sujetos se basan en obtener un acceso suficiente a la tierra o en la acumulaci�n de capital de trabajo, esto es, en la capacidad para acceder a los medios de producci�n. Si los medios de producci�n se encuentran concentrados en las manos de unos pocos, aquel que no tenga acceso a ellos deber� pagar un precio para obtenerlos. Como Macpherson se�ala:

Si alguien puede tener cierto acceso pero debe pagar por ello, entonces sus poderes se reducir�n en proporci�n a la suma que tuvo que ceder para lograr dicho acceso necesario. Esta es exactamente la situaci�n en la que la mayor�a de seres humanos se encuentran, y en la que necesariamente se hallan insertos dentro de una sociedad de mercado capitalista. Bajo los dictados de este sistema, ellos deben aceptar una transferencia neta de parte de sus poderes en favor de aquellos que detentan los medios de producci�n {Macpherson 1982, 43).

Esta transferencia neta de poder, uno de los rasgos estructurales de la sociedad liberal capitalista, se convirti� en una de las fuentes de conflicto. En efecto, planteo un problema de orden —ya que los conflictos terminaban causando caos—-, as� como otro de solidaridad, ya que grandes porciones de la poblaci�n se vieron privadas de una reciprocidad efectiva y por tanto de un reconocimiento como seres libres e iguales. No obstante, cuando las ciencias sociales comenzaron su proceso de institucionalizaci�n en el siglo XIX, al tema del orden se le concedi� mayor atenci�n que al t�pico de la solidaridad. As�, los trabajadores se convirtieron en una �clase peligrosa�, susceptible de estallar a trav�s de comportamientos irracionales. El conocimiento de la naturaleza hab�a entonces facilitado el modelo para el conocimiento de la sociedad y, as�, el conocimiento en general se convirti� en conocimiento como regulaci�n.

Mi insistencia en la necesidad de reinventar el conocimiento como emancipaci�n implica una revisi�n de los principios de solidaridad y de orden. En cuanto al principio de solidaridad, lo concibo como el principio rector y como el producto siempre incompleto del conocimiento y de la acci�n normativa. En efecto, el conocimiento en cierto punto se convierte en una pregunta �tica porque, ya que no existe una �tica universal, no existe un conocimiento universal. Existen diversos tipos de conocimientos, diferentes maneras de conocer. Se debe emprender una b�squeda de las diferentes alternativas de conocimiento y de acci�n, tanto en aquellos escenarios en donde han sufrido una supresi�n que resulta m�s obvia de rastrear, como en aquellos en donde se las han arreglado para subsistir, as� sea de una forma desacreditada o marginal. No importa en cual de estos escenarios se emprenda la b�squeda, lo cierro es que la misma debe desarrollarse en el Sur, entendiendo por Sur la met�fora con la que identifico el sufrimiento que ha padecido el ser humano bajo el sistema capitalista globalizado (Santos 1995, 506). El cient�fico social no debe diluir su identidad en la del activista, pero tampoco construirla sin relaci�n con el activismo.

En cuanto al principio del orden, el conocimiento como emancipaci�n puede superar la noci�n de orden bajo una hermen�utica de la sospecha y reinterpretar el caos, ya no como una forma de ignorancia, sino como una forma de conocimiento. Esta revalorizaci�n se encuentra guiada por la necesidad de reducir la discrepancia existente entre la capacidad para actuar y la capacidad para predecir, engendrada por la ciencia moderna bajo el ropaje del conocimiento como regulaci�n:

El caos nos invita a una pr�ctica que insiste en los efectos inmediatos, y as� mismo nos advierte sobre los efectos a largo plazo: se trata de una forma de acci�n que privilegia la producci�n de conexiones transparentes, localizadas, entre las acciones y sus consecuencias. Esto es, el caos nos invita a la creaci�n de un conocimiento prudente (Santos 1995, 26).

La adopci�n del conocimiento como emancipaci�n tiene tres implicaciones para las ciencias sociales en general y para la sociolog�a en particular.

La primera de ellas puede ser formulada de la siguiente manera: del monoculturalismo hacia el multiculturalismo. Ya que la solidaridad es una forma de conocimiento que es adquirida mediante el reconocimiento del otro, �ste puede ser conocido s�lo si se le acepta como un creador de conocimiento. De esta manera, todo tipo de conocimiento como emancipaci�n es necesariamente multicultural. Pero la construcci�n de un conocimiento multicultural se enfrenta a dos dificultades: el silencio y la diferencia. El dominio global de la ciencia moderna en cuanto conocimiento como regulaci�n trajo consigo la destrucci�n de varias formas de conocimiento, particularmente aquellas propias de los pueblos sometidos bajo el colonialismo occidental. Dicho tipo de destrucci�n produjo diferentes silencios que volvieron impronunciables diversas necesidades y aspiraciones de pueblos o grupos sociales cuyas formas de conocimiento fueron aniquiladas. No olvidemos que bajo el traje de los valores universales autorizados por la raz�n, la raz�n de una raza, un g�nero y una clase social fue impuesta de hecho. As�, la pregunta es la siguiente: �de qu� forma resulta posible construir un di�logo multicultural, cuando diversas culturas fueron reducidas al silencio y sus formas de concebir y conocer el mundo se han vuelto impronunciables? En otras palabras, �de qu� manera se puede lograr que el silencio hable sin que necesariamente sea el lenguaje hegem�nico el que hable o el que le permita hablar? Estas preguntas constituyen un enorme desaf�o para el di�logo multicultural. Los silencios y las necesidades impronunciables �nicamente se pueden comprender mediante la ayuda de una sociolog�a de las ausencias que sea capaz de avanzar a trav�s de una comparaci�n entre los discursos hegem�nicos y contrahegem�nicos disponibles, al igual que a trav�s de un an�lisis de las jerarqu�as que se dan entre ellos y de los espacios vac�os creados por dichas jerarqu�as. Por tanto, el silencio es una construcci�n que se afirma a s� misma como s�ntoma de una interrupci�n, de una potencialidad que no puede ser desarrollada.

La segunda dificultad a la que se enfrenta el conocimiento multicultural es la diferencia. El conocimiento, y por tanto la solidaridad, se da s�lo en la diferencia. Ahora bien, la diferencia sin inteligibilidad conduce a una suerte de inconmensurabilidad y, en �ltima instancia, a la indiferencia. De aqu� surge la necesidad de construir una teor�a de la traducci�n como parte integral de la teor�a cr�tica posmoderna. Es mediante la traducci�n y lo que denomino hermen�utica diat�pica (Santos 1995, 340) como una necesidad, una aspiraci�n y una pr�ctica en una cultura dada pueden volverse comprensibles e inteligibles para otra cultura. El conocimiento como emancipaci�n no pretende constituirse en una gran teor�a, sino en una teor�a de la traducci�n que pueda convertirse en la base epistemol�gica de las pr�cticas emancipatorias, siendo todas ellas de car�cter finito e incompleto y por tanto sostenibles s�lo si logran ser incorporadas en redes. El multiculturalismo es uno de esos conceptos h�bridos que mencion� antes. Existen concepciones emancipatorias y regulatorias del multiculturalismo. Una de las tareas de la teor�a cr�tica posmoderna es especificar las condiciones bajo las cuales se debe entender cada una de estas concepciones, materia que excede el �mbito de este cap�tulo.

El segundo desaf�o del conocimiento como emancipaci�n puede ser formulado de la siguiente manera: de las t�cnicas y los conocimientos especializados heroicos hacia un conocimiento edificante. La ciencia moderna, y por tanto la teor�a cr�tica moderna, reposa sobre el presupuesto de que el conocimiento es v�lido independientemente de las condiciones que lo hacen posible. Por tanto, su aplicaci�n, de manera similar, es in-dependiente de todas las condiciones que no resultan indispensables para garantizar la operatividad t�cnica de la aplicaci�n misma. Esta operatividad se erige mediante un proceso que denomino �transescalamiento�, el cual consiste en producir y encubrir el desequilibrio de escala que se da entre la acci�n t�cnica y las consecuencias t�cnicas. Mediante este desequilibrio la escala mayor (el mapa detallado) de la acci�n es yuxtapuesta a la escala menor (el mapa no detallado) de las consecuencias. De esta manera, el transescalamiento resulta crucial en este paradigma de conocimiento. Ya que la ciencia moderna ha desarrollado una capacidad enorme para la acci�n pero no una capacidad an�loga para la predicci�n, las consecuencias de la acci�n cient�fica tienden a ser menos cient�ficas que la acci�n cient�fica misma.

Este desequilibrio y el transescalamicnto que lo oculta son los que vuelven factible el hero�smo t�cnico del cient�fico. Una vez descontextualizado, todo conocimiento es potencialmente absoluto. El tipo de profesionalizaci�n predominante en la actualidad es un resultado de dicha descontextualizaci�n. A�n cuando parece que esta situaci�n est� cambiando, a�n hoy d�a resulta bastante sencillo producir o aplicar conocimiento escapando al mismo tiempo de sus consecuencias. La tragedia personal del conocimiento ahora s�lo puede ser constatada en las biograf�as de los grandes creadores de la ciencia moderna de finales del siglo XIX y principios del XX.

La teor�a cr�tica posmoderna parte del supuesto de que el conocimiento siempre es contextualizado por las condiciones que lo hacen factible, y que progresa s�lo en tanto cambia dichas condiciones de una manera progresista. As�, es posible obtener el conocimiento como emancipaci�n debido a que se asumen las consecuencias de su impacto. Y es por ello por lo que este tipo de conocimiento es prudente y finito, un conocimiento que, hasta donde le resulta posible, guarda la escala de acciones en el mismo nivel que el de las consecuencias.

La profesionalizaci�n del conocimiento es necesaria, pero �nicamente en cuanto la aplicaci�n del conocimiento compartido y desprofesionalizado sea tambi�n viable. En la base de esta mutua distribuci�n de responsabilidades subyace un compromiso �tico. En este sentido vivimos actualmente en una sociedad parad�jica. La declaraci�n discursiva de los valores resulta absolutamente necesaria en tanto las pr�cticas sociales dominantes hacen imposible la realizaci�n pr�ctica de dichos valores. Vivimos en una sociedad dominada por lo que Tomas de Aquino design� como h�bitus principiorum, esto es, el h�bito de proclamar principios para as� no sentirse compelido a obedecerlos. Por tanto, no debe resultar sorprendente el hecho de que la teor�a posmoderna intente relativizar los valores y de esta manera haga un uso significativo de la deconstrucci�n, como es el caso prominente de Derrida. Pero el posmodernismo de oposici�n no se debe reducir a la deconstrucci�n, ya que esta, al ser llevada hasta sus l�mites m�ximos, termina por deconstruir la mism�sima posibilidad de generar resistencia y alternativas. De aqu� surge el tercer desaf�o del conocimiento como emancipaci�n frente a las ciencias sociales en general, y la sociolog�a en particular.

Este desaf�o puede ser formulado de la siguiente forma: de la acci�n conformista hacia la acci�n rebelde. La teor�a cr�tica moderna —al igual que la sociolog�a convencional— se ha concentrado en la dicotom�a estructura/acci�n y ha construido sobre ella su marco anal�tico y te�rico. No quiero cuestionar la utilidad de dicha dicotom�a, sino s�lo destacar que en cierto momento esta se convirti� m�s en un debate sobre orden que en un debate sobre solidaridad. Esto es, fue absorbida por el campo epistemol�gico del conocimiento como regulaci�n.

Desde el punto de vista de la teor�a cr�tica posmoderna debemos centrar nuestra atenci�n en otra dualidad: la dualidad de la acci�n conformista y la acci�n rebelde 4. La sociedad capitalista, tanto en el �mbito de la producci�n como en el del consumo, cada vez parece ser una sociedad m�s fragmentaria, plural y m�ltiple, cuyas fronteras parecen erigirse �nicamente con el objeto de ser transgredidas. El reemplazo relativo de la provisi�n de bienes y servicios por parte del mercado de bienes y servicios ha creado �mbitos de elecci�n que pueden ser f�cilmente confundidos con un ejercicio de la autonom�a o con una liberaci�n de los deseos. Todo esto ocurre dentro de los l�mites estrechos de elecciones selectivas y de la obtenci�n de los medios para volverlas efectivas. A�n as�, dichos l�mites son f�cilmente construidos en t�rminos simb�licos como oportunidades reales, ya sea como oportunidades de elecci�n o como consumo a cr�dito. Bajo estas condiciones la acci�n conformista es f�cilmente asumida como acci�n rebelde. De igual forma, la acci�n rebelde es admitida de una manera tan sencilla que tambi�n f�cilmente termina convirti�ndose en una forma alternativa de conformismo.

Es dentro de este contexto donde la teor�a cr�tica posmoderna intenta reconstruir el concepto y la pr�ctica de la transformaci�n social emancipatoria. La tarea m�s importante de la teor�a posmoderna es explorar y analizar todas aquellas formas espec�ficas de socializaci�n, de educaci�n y de trabajo que promueven la generaci�n de subjetividades rebeldes o, por el contrario, de subjetividades conformistas.

Los tres desaf�os del conocimiento como emancipaci�n que he identificado tienen implicaciones significativas para el futuro de la sociolog�a, o, si se quiere, para la sociolog�a del futuro. De qu� manera dichos desaf�os ser�n afrontados y cu�l ser� su impacto en las pr�cticas contempor�neas de las ciencias sociales es algo que todav�a esta por verse. A�n as�, son asuntos inevitables. Realmente, si queremos alternativas, debemos querer tambi�n una sociedad en donde dichas alternativas sean factibles.

CONCLUSI�N

Admito que no es dif�cil ver el posmodernismo de oposici�n aqu� trazado como una postura m�s modernista que posmodernista. Esto en parte se debe a que la versi�n dominante de la teor�a posmoderna ha sido m�s de corte celebratorio que de oposici�n 5. Este hecho, por s� solo, podr�a explicar por que un acad�mico tan serio como Terry Eagleton emprendi� una cr�tica tan apresurada y superficial sobre el posmodernismo (Eagleton 1996). Ya que el posmodernismo celebratorio reduce la idea de la transformaci�n social a la noci�n de una repetici�n acelerada y se niega a diferenciar las versiones emancipatorias o progresistas de la hibridaci�n de aquellas regulatorias o conservadoras, ha resultado f�cil para los cr�ticos modernistas afirmar que la idea de una sociedad mejor o de una acci�n normativa m�s adecuada es monopolio de la teor�a cr�tica moderna. Pero el posmodernismo de oposici�n, por su parte, cuestiona en�rgicamente este tipo de monopolios. La idea de una sociedad mejor es central para el posmodernismo de oposici�n, pero, de modo contrario a la teor�a cr�tica moderna, este paradigma concibe el socialismo como una aspiraci�n democr�tica b�sica, como uno entre varios futuros posibles, que no es inevitable ni ser� alcanzado plenamente. As� mismo, el posmodernismo de oposici�n exige un criterio normativo que muestre cu�les son las posiciones rivales y los criterios para escoger de qu� lado se est�. No obstante, de forma contraria a la teor�a cr�tica moderna, el posmodernismo de oposici�n entiende que dicha normatividad se construye desde abajo y de manera participativa y multicultural. Debido a la crisis de la teor�a cr�tica moderna, a pesar del brillante tour de force adelantado por Habermas, sostengo que el antagonismo presente entre el posmodernismo de oposici�n y el posmodernismo celebratorio tiene consecuencias pol�ticas y te�ricas m�s profundas que el antagonismo existente entre el modernismo y el posmodernismo. Infortunadamente, el primer tipo de antagonismo ha sido eclipsado por el segundo debido a la extra�a convergencia discursiva que se ha dado entre la versi�n reconstruida del modernismo y aquella hiperdeconstruida del posmodernismo, esto es, el posmodernismo celebratorio.

BIBLIOGRAFIA

Eagleton, T. (1996), The Illusions of Postmodernism. Oxford: Blackwell.
Horkheimer, M. (1972), Cr�tical Theory: Selected Essays. New York; Herder and Herder.
 Macpherson, C. B. (1982), The Real World of Democracy. New York: OUP. Publicado originalmente en 1966.
Santos, B. de Sousa (1995), Toward a New Common Sense: Law, Science and Politics in the Paradigmatic Transition. New York: Routledge [pr�xima publicaci�n: Madrid: Trotta].
— (2002), �Hacia una concepci�n multicultural de los derechos humanos�, El Otro Derecho, 27. Bogota: ILSA.

NOTAS

1. T�tulo original; “On Opposici�nal Postmodernism”, en R. Munck y D. O'Hearn (eds.), Cr�tical Development Theory: Contributions to a New Paradigm. London/New York: Zed Books, 1999. Traducci�n de Antonio Barreto.
2.  En otra ocasi�n he especificado las condiciones que debe reunir una concepci�n emancipatoria y progresista del multiculturalismo en el campo de los derechos humanos (Santos 2002).3. He desarrollado esta distinci�n en gran detalle en otro texto (Santos 1995, 7-55).
4. En el capitulo 2 ofrezco un bosquejo de una teor�a de la historia centrada en esta dualidad.
5. Como se�ala el autor en “Toward a New Legal Common Sense”, London: Butter-worths, 2002, al desarrollar la distinci�n entre posmodernismo celebratorio y posmodernismo de oposici�n, el contraste al que se refiere es aquel entre, de un lado, las teor�as posmodernas que, al centrarse en la deconstrucci�n y la exaltaci�n de la contingencia, abandonan la tarea de pensar alternativas a lo que se critica —esto es, el �posmodernismo celebratorio" que el autor identifica con trabajos tales como los de Derrida y Baudrillard—-y, de otro lado, las teor�as posmodernas que toman la cr�tica de la modernidad como punto de partida para la construcci�n de alternativas epistemol�gicas y pol�ticas, esto es, el posmodernismo de oposici�n propuesto en este capitulo. [N. del E.]

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LA CAIDA DEL ANGELUS NOVUS:
M�S ALL� DE LA ECUACI�N MODERNA
ENTRE RA�CES Y OPCIONES
6

Vivimos en una �poca sin fulguraciones, una �poca de repetici�n. El grado de veracidad de la teor�a sobre el fin de la historia radica en que �sta es el nivel m�ximo posible de la conciencia de una burgues�a internacional que por fin observa el tiempo transformado en la repetici�n autom�tica e infinita de su dominio. As�, el largo plazo se paraliza en el corto plazo, y �ste, que siempre fue la moldura temporal del capitalismo, permite a la burgues�a producir la �nica teor�a de la historia verdaderamente burguesa: la teor�a del fin de la historia. La falta de credibilidad total de dicha teor�a no se interfiere en nada con el hecho de ser en s� una ideolog�a espont�nea de los vencedores. El otro lado del fin de la historia es el eslogan de la celebraci�n del presente, tan querida en las versiones apocal�pticas del pensamiento posmoderno.

La idea de la repetici�n se refiere a que permite al presente extenderse al pasado y al futuro, como una forma de canibalismo. �Nos encontramos frente a una nueva situaci�n? Hasta ahora, la burgues�a no ha podido elaborar una teor�a de la historia que siga exclusivamente sus propios intereses. Siempre esta luchando con fuertes adversarios; primero, las clases dominantes del antiguo r�gimen y, despu�s, las clases trabajadoras. El desenlace de tal lucha se encontraba siempre en el futuro, el cual, por la misma raz�n, no pod�a ser visto como una mera repetici�n del pasado. Los nombres asignados a este movimiento orientado al futuro fueron diversos: revoluci�n, progreso, evoluci�n. La revoluci�n puede ser burguesa o proletaria, y al no determinar con anticipaci�n el desenlace de su lucha, puede observar el progreso como la consagraci�n del capitalismo o su superaci�n; el evolucionismo puede ser reivindicado tanto por Herbert Spencer como por Marx. La desvalorizaci�n del pasado y las hip�tesis del futuro fueron comunes a las diversas teor�as de la historia. El pasado fue visto como pasado y, por ello, incapaz de hacer su aparici�n, de irrumpir en el presente. Por el contrario, el poder de revelaci�n y fulguraci�n se traslado al futuro.

Dentro de este cuadro, la transformaci�n social, la racionalizaci�n de la vida individual y colectiva, as� como la emancipaci�n social, comenzaron a formar parte del pensamiento. En la medida en que fue construy�ndose la victoria de la burgues�a, el espacio del presente como repetici�n se fue ampliando, si bien tal ampliaci�n nunca alcanzo la idea de futuro entendido como progreso. A partir de la crisis de la idea de revoluci�n en la d�cada de los a�os veinte, se refuerza el reformismo como modelo de transformaci�n social y emancipaci�n, modelo asentado en la coexistencia de la repetici�n y de la mejor�a cuya forma pol�tica m�s acabada se convirti� en el Estado de bienestar.

En la actualidad, la dificultad reconocida por nosotros de pensar en la transformaci�n social y la emancipaci�n reside en el colapso de la teor�a de la historia que nos ha transportado hasta este momento, provocado por la erosi�n total de los supuestos que le confirieron credibilidad en el pasado. Como mencion�, la burgues�a siente que su victoria hist�rica se ha consumado y el vencedor solo esta interesado en la repetici�n del presente; el futuro como progreso puede, en realidad, significar una amenaza peligrosa. En estas condiciones, parad�jicamente, la conciencia m�s conservadora es la que intenta rescatar el pensamiento del progreso, pero solo porque se resiste a aceptar que la victoria se haya consumado. Para lograrlo, construye enemigos externos, tan poderosos como incomprensibles, una especie de Ancien regime externo. Tal es el caso de Samuel Huntington (1993) y la amenaza que ve en las civilizaciones no occidentales, en especial la del Islam.

Por el otro lado, los grandes vencidos de este proceso hist�rico, los trabajadores y los pueblos del Tercer Mundo, tampoco son de inter�s para el futuro en cuanto progreso, toda vez que fue en su seno donde se gener� su propia derrota. Incluso en la versi�n m�s tenue del futuro, el modelo de repetici�n / mejor�a caracter�stico del reformismo —que a�n as� solo se hizo posible para una peque�a fracci�n de vencidos en el llamado �mundo desarrollado�—, si bien es deseado, aparece en la actualidad como insustentable, en virtud de la fatalidad con que se propaga el desmoronamiento del Estado de bienestar. Si la repetici�n del presente es intolerable, m�s lo es la perspectiva de su abandono. De repente aparecen la repetici�n y el empeoramiento como el menor de los males.

Pero si, por un lado, el futuro parece vac�o y sin sentido, por el otro, el pasado es tan intransferible como siempre. La capacidad de resplandor, de irrupci�n, explosi�n, revelaci�n, en suma, la capacidad mesi�nica, como dir�a Walter Benjamin (1980, 694), fue trasladada al futuro por la modernidad occidental. La inutilizaci�n del futuro no abre espacios para utilizar el pasado. Simplemente dejamos de observar el pasado de modo utilizable.

En mi opini�n, no podemos pensar en la transformaci�n social y la emancipaci�n si no reinventamos el pasado. Lo que propongo en este texto es el fragmento de una nueva teor�a de la historia que nos permita volver a pensar en la emancipaci�n social a partir del pasado y, de alg�n modo, de cara al futuro.

LA PARABOLA DEL ANGELUS NOVUS

Comienzo con la alegor�a de la historia de Walter Benjamin. Dice as�:

Hay un cuadro de Klee llamado Angelus novus. Representa un �ngel que parece estar alejado de algo que mira fijamente. Sus ojos est�n muy abiertos, la boca abierta y las alas extendidas. Es, sin duda, el aspecto del �ngel de la historia. Vuelve el rostro hacia el pasado. Donde vemos frente a nosotros una cadena de acontecimientos, el observa una cat�strofe perenne que amontona sin cesar ruinas sobre ruinas y las va arrojando a sus pies. De seguro le gustar�a quedarse ah�, despertar a los muertos y volver a unir lo que fue destrozado. Sin embargo, una tempestad sale del para�so que le levanta las alas y es tan fuerte que el �ngel no puede cerrarlas. La tempestad lo arrastra al futuro irremediablemente, al que le ha dado la espalda, mientras que el mont�n de ruinas frente a si va creciendo hasta llegar al cielo. La tempestad es lo que llamamos �progreso� (Benjamin 1980, 697-698).

El �ngel de la historia contempla, impotente, la acumulaci�n de ruinas y de sufrimiento a sus pies. Le gustar�a quedarse, echar ra�ces en la cat�strofe para, a partir de ella, despertar a los muertos y reunir a los vencidos, pero la fuerza de la voluntad cede frente a la fuerza que lo obliga a escoger el futuro, al cual le da la espalda. Su exceso de lucidez se combina con la falta de eficacia. Aquello que conoce bien y que pod�a transformar se le vuelve algo extra�o y, por el contrario, se entrega sin condiciones a lo desconocido. Las ra�ces no tienen sustento y las alternativas son ciegas. As�, el pasado es un relato y nunca un recurso, una fuerza capaz de irrumpir en un momento de peligro para auxiliar a los vencidos. Lo mismo dice Benjamin en otra tesis sobre la filosof�a de la historia:

Articular el pasado hist�ricamente no significa reconocerlo “como fue en realidad”. Significa apoderarnos de una memoria tal como ella relampaguea en un momento de peligro (1980, 695).


La capacidad de redenci�n del pasado radica en la posibilidad de surgir inesperadamente en un momento de peligro, como fuente de inconformismo. Seg�n dice Benjamin, el inconformismo de los vivos no existe sin el inconformismo de los muertos, ya que �ni estos estar�n a salvo del enemigo, si es �ste el vencedor�. Y a�ade: �este enemigo no ha dejado de ganar� (1980, 695). Tr�gico es, pues, el hecho de que el �ngel de la historia moderna cobije en el pasado su capacidad de explosi�n y redenci�n. Imposible es el inconformismo de los muertos como imposibles el inconformismo de los vivos 7.

�Cu�les son las consecuencias de esta tragedia? Al igual que Benjamin, atravesamos un momento de peligro. Y, como tal, pienso cu�n importante es colocar al �ngel de la historia en otra posici�n, reinventar el pasado a modo de restituirle la capacidad de explosi�n y redenci�n. La partida parece una tarea imposible en la medida en que, despu�s de siglos de hegemon�a de la teor�a modernista de la historia, no tenemos otra posici�n para observar el pasado, solo la que nos ofrece el �ngel. Me atrevo, entonces, a pensar que este fin de siglo nos ofrece una oportunidad para romper con el dilema, oportunidad que radica precisamente en la crisis por la que est� atravesando la idea de progreso. La tempestad que sopla del Para�so sigue sinti�ndose, pero con menos intensidad. El �ngel contin�a en la misma posici�n, pero la fuerza que lo sustenta va desvaneci�ndose. Hasta es posible que la posici�n sea producto de la inercia y que el �ngel de Klee haya dejado de ser un �ngel tr�gico para convertirse en una marioneta en posici�n de descanso. Es una sospecha la que me permite continuar con este texto. Comenzar� por proponer una narraci�n de la modernidad occidental para, a continuaci�n, presentar el prefacio de otra narraci�n.

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RA�CES Y OPCIONES

La construcci�n social de la identidad y de la transformaci�n en el mundo moderno de Occidente se basa en una ecuaci�n entre ra�ces y opciones. Esta ecuaci�n confiere al pensamiento moderno un car�cter doble: por un lado, pensamiento de ra�ces, por el otro, pensamiento de alternativas. El pensamiento de las ra�ces es el pensamiento de todo lo profundo, permanente, �nico y singular, todo aquello que da seguridad y consistencia; el pensamiento de las opciones es el pensamiento de todo aquello que es variable, ef�mero, sustituible, posible e indeterminado a partir de las ra�ces. La diferencia fundamental entre las ra�ces y las opciones es de escala. Las ra�ces son entidades de gran escala. Como sucede en la cartograf�a, cubren vastos territorios simb�licos y largos per�odos hist�ricos, pero las caracter�sticas del terreno no permiten levantar cartas topogr�ficas en detalle y sin ambig�edades. Es, pues, un mapa que orienta tanto como desorienta. Por el contrario, las entidades de peque�a escala cubren territorios confinados y per�odos cortos, pero lo hacen con el suficiente detalle como para permitir calcular el riesgo de selecci�n entre opciones y alternativas. Tal diferencia de escala permite que las ra�ces sean �nicas y la selecci�n m�ltiple, y que, a pesar de ello, la ecuaci�n entre ellas sea viable, sin llegar a ser trivial. La dualidad de las ra�ces y opciones es fundadora y constituyente, es decir, no est� sometida al juego que se establece entre ra�ces y opciones. En otras palabras, no existe la opci�n si no se piensa en t�rminos de ra�ces y opciones. La eficacia de esta ecuaci�n se asienta en una doble estratagema. En primer lugar, la estratagema del equilibrio entre el pasado y el futuro. El pensamiento de las ra�ces se presenta como un pensamiento del pasado en contraposici�n con el pensamiento de las opciones, el pensamiento del futuro. Se trata de una estratagema porque, de hecho, tanto el pensamiento de las ra�ces como el de las opciones son pensamientos del futuro, orientados al futuro. El pasado, en esta ecuaci�n, es tan solo una manera espec�fica de construir el futuro.

La segunda estratagema es la del equilibrio entre ra�ces y opciones. La ecuaci�n se presenta como simetr�a, como un equilibrio entre ra�ces y alternativas, y como un equilibrio en la distribuci�n de opciones. Pero, de hecho, no es as�. Por un lado, el predominio de las opciones es total. Es una realidad que en ciertos momentos de la historia, o desde ciertos grupos sociales, se atribuye predominancia a las ra�ces, mientras que en otros la atribuyen a las opciones. Resulta un juego o movimiento de ra�ces a opciones y de opciones a ra�ces en el que predomina uno de los vectores en la narraci�n de la identidad y la transformaci�n. Pero siempre se trata de opciones. Mientras que ciertos tipos de opciones presuponen el predominio discursivo de las ra�ces, otros le otorgan un papel secundario. El equilibrio es intangible. Seg�n el momento hist�rico o el grupo social, las ra�ces predominan sobre las opciones o, por el contrario, las opciones predominan sobre las ra�ces. El juego es siempre de las ra�ces a las opciones y de las opciones a las ra�ces; solo varia la fuerza de los dos vectores como narraci�n de identidad y transformaci�n. Por otro lado, no existe equilibrio o equidad en la distribuci�n social de las opciones. Por el contrario, las ra�ces no son m�s que constelaciones de determinantes que, al definirse en el campo de las opciones, definen tambi�n a los grupos sociales que pueden tener acceso a ellas y a los que est�n excluidos.

Algunos ejemplos ayudaran a concretar este proceso hist�rico. Es a la luz de la ecuaci�n de ra�ces y opciones como la sociedad occidental moderna ve la sociedad medieval y se distingue de ella. La sociedad medieval es vista como una en la cual las ra�ces predominan totalmente, sean �stas la religi�n, la teolog�a o la tradici�n. La sociedad medieval no es necesariamente est�tica; evolucion� siguiendo una l�gica de ra�ces. Por el contrario, la sociedad moderna se ve como una sociedad din�mica que evoluciona siguiendo una l�gica de opciones. La primera se�al importante de cambio en la ecuaci�n es, tal vez, la Reforma de Lutero. Con ella se hace posible, a partir de la misma ra�z —la Biblia de la cristiandad occidental—, generar una alternativa frente a la iglesia de Roma. La religi�n, al volverse optativa, pierde intensidad e incluso estatus, en cuanto ra�z. Las teor�as racionalistas del derecho natural del siglo XVII reconstituyen la ecuaci�n entre ra�ces y opciones de manera enteramente moderna. La ra�z es ahora la ley de la naturaleza por el ejercicio de la raz�n y la observaci�n. La intensidad de esta ra�z esta en que se sobrepone a Dios. En “De iure belli ac pacis”, Grocio, el mejor exponente de la nueva ecuaci�n, afirma:

Lo que hemos llegado a afirmar tendr�a un grado de validaci�n a�n cuando admiti�ramos, lo que no puede ser admitido sin la mayor perversidad, que no hay un Dios o, bien, que los asuntos del hombre no le preocupan (1964, U-13) 8.

A partir de esta ra�z tan pasmosa, pueden ser posibles las opciones m�s dispares. Por esta raz�n, y no por las que invoca, Tuck acierta cuando afirma que el tratado de Grocio �posee el rostro de Jano y sus dos bocas hablan tanto el lenguaje del absolutismo como el lenguaje de la libertad� (1979, 79). Esto es lo que pretende Grocio. Sustentado por la ra�z del derecho natural, el derecho puede decidir promover la jerarqu�a (el ius rectorium, como lo llama) o la igualdad (el ius equatorium).

En el mismo proceso hist�rico en que la religi�n transita del estatus de ra�z al de opci�n, la ciencia transita, por el contrario, del estatus de opci�n al de ra�z. La propuesta de Giambattista Vico de la �nueva ciencia� (1961) se refiere a un marco decisivo en esta transici�n que dio inicio con Descartes y se consum� en el siglo XIX. La ciencia, al contrario de la religi�n, es una ra�z que nace en el futuro, es una opci�n que, al radicalizarse, se transforma en ra�z y, a partir de entonces, genera un inmenso campo de posibilidades y de imposibilidades, es decir, de opciones.

Este juego de movimiento y de posici�n entre ra�ces y opciones alcanza su desarrollo pleno con la Ilustraci�n. Dentro de un vasto campo cultural —que va de la ciencia a la pol�tica, de la religi�n al arte—, las ra�ces se asumen claramente como el otro, radicalizado, de las opciones, tanto de las que son posibles como de las que pueden ser imposibles. De esta forma, la raz�n, transformada en ra�z ultima de la vida individual y colectiva, no tiene otro fundamento que el de generar opciones; aqu� es donde la raz�n se distingue, en cuanto ra�z, de las ra�ces de la sociedad del Ancien regime (la religi�n y la tradici�n). Se trata de una ra�z que, al radicalizarse, abre el campo a enormes opciones.

De cualquier forma, las opciones no son infinitas. Ello es particularmente evidente en la otra gran ra�z de la Ilustraci�n: el contrato social y la voluntad general que lo sustenta. El contrato social es la met�fora que origina una opci�n radical —la de dejar el estado de naturaleza para formar la sociedad civil— que se transforma en una ra�z a partir de la cual casi todo es posible, todo excepto volver al estado de naturaleza. La contractualizaci�n de las ra�ces es irreversible, y este es el l�mite de reversibilidad de las opciones. La voluntad general, seg�n Rousseau, no puede ser puesta en duda por los hombres libres que genera. En el Contrato social dice:

Quien se niegue a obedecer la voluntad general ser� obligado a ello por la sociedad en su conjunto; lo cual no significa otra cosa que ser� forzado a ser libre (1984, 69).

La contractualizaci�n de las ra�ces es un proceso hist�rico largo y accidentado. Por ejemplo, el Romanticismo es, fundamentalmente, una reacci�n contra la contractualizaci�n de las ra�ces y la reivindicaci�n de su car�cter inapropiable y singular. Sin embargo, las ra�ces rom�nticas est�n tan orientadas al futuro como las del contrato social. En ambos casos se intenta abrir un campo de posibilidades que permita distinguir entre las opciones posibles y las imposibles, entre las opciones leg�timas y las ilegitimas.

Entonces puede afirmarse que, con la Ilustraci�n, la ecuaci�n ra�ces / opciones se convierte en una forma hegem�nica de pensar la transformaci�n social y el lugar de los individuos y los grupos sociales en esa transformaci�n. Una de las manifestaciones m�s elocuentes de este paradigma es el motivo del viaje como met�fora central del modo de estar en el mundo moderno. De los viajes reales de la expansi�n europea a los viajes reales e imaginarios de Descartes, Montaigne, Montesquieu, Voltaire o Rousseau, el viaje tiene una carga simb�lica doble: por un lado, es el s�mbolo del progreso y enriquecimiento material o cultural; por otro, es el s�mbolo del peligro, de la inseguridad y de la p�rdida. Una faceta doble que hace que el viaje contenga en s� mismo a su contrario, la idea de una posici�n fija, la casa (oikos o domus) que da sentido al viaje, le confiere un punto de partida y un punto de llegada. Van der Abbeele dice: el oikos �act�a como un punto trascendental de referencia que organiza y domestica una cierta �rea mediante la definici�n de todos los dem�s puntos en relaci�n a si mismo� (1992, XVIII).

En suma, el oikos es un fragmento del viaje que no viaja, con el fin de lograr que ese viaje tenga sentido. El oikos es la ra�z que sustenta y limita las opciones de vida o de conocimiento que el viaje hace posible. A su vez, el viaje refuerza la ra�z de origen en la medida en que, por v�a del exotismo de los lugares que permite visitar, hace m�s profunda la familiaridad de la casa de donde se parte. El relativismo cultural que surge de la actitud comparativa de los viajeros imaginarios de la Ilustraci�n tiene como l�mite la afirmaci�n de la identidad y, en casi todos ellos, otorga superioridad a la cultura europea. De hecho, Montaigne nunca viaj� a Am�rica, como tampoco lo hicieron Montesquieu a Persia ni Rousseau a Ocean�a, pero la realidad es que todos ellos viajaron a Italia en busca de las ra�ces de la cultura europea, ra�ces veneradas mientras m�s brutal era el contraste con la degradaci�n de Italia en la �poca de esos viajes.

El motivo del viaje es lo que mejor muestra la discriminaci�n y desigualdad que la ecuaci�n moderna ra�ces/opciones oculta y procura justificar. Por un lado, el viaje a esos lugares ex�ticos para muchos no fue voluntario ni persegu�a profundizar cierta identidad cultural. Por el contrario, se trato de un viaje forzado y su objetivo era destruir la identidad. Esto se aplica sin duda al tr�fico de esclavos. Por otro lado, el motivo del viaje es faloc�ntrico. El viaje presupone, como ya mencion�, la fijeza del punto de partida y de llegada, la casa (el oikos o domus), y la casa es el lugar de la mujer. La mujer no viaja, con lo que hace posible el viaje. Adem�s, esta divisi�n sexual del trabajo dentro del motivo del viaje es uno de los topoi m�s resistentes en la cultura occidental, y tal vez lo es tambi�n en otras culturas. La versi�n arquet�pica del viaje en la cultura occidental es La Odisea. La Pen�lope dom�stica se hace cargo de la casa mientras Ulises viaja. La larga espera de Pen�lope es la met�fora de la solidez del punto de partida y de llegada que garantiza la posibilidad y aleatoriedad de las peripecias por las que pasa el viajero Ulises.

El inter�s del motivo del viaje en este contexto radica en que, a trav�s de �ste, es posible identificar las determinaciones sexistas, racistas y clasistas de la ecuaci�n moderna entre ra�ces y opciones. El campo de posibilidades que abre la ecuaci�n no es igual para todos. Algunos, quiz� la mayor�a, son excluidos de este campo. Para ellos, las ra�ces, lejos de ofrecer nuevas opciones, significan el dispositivo, nuevo o viejo, que se las niega. Las ra�ces que otorgan opciones a los hombres, a los blancos y a los capitalistas, son las mismas que las niegan a las mujeres, a los negros, a los trabajadores. A finales del siglo XIX se consolida el juego de espejos entre ra�ces y opciones y se convierte en la id�ologie savante de las ciencias sociales. Los dos ejemplos m�s brillantes son, sin duda, Marx y Freud.

En Marx, la base es la ra�z y la superestructura son las opciones. No se trata de una vulgar met�fora como algunos marxistas no vulgares quieren hacer creer. Se trata de un principio l�gico de racionalidad social que atraviesa toda la obra de Marx y, de hecho, la de muchos otros cient�ficos sociales que discrepaban. Baste mencionar el caso de Durkheim, para quien la conciencia colectiva es la ra�z siempre amenazada en una sociedad que se basa en la divisi�n del trabajo social y en las Opciones que esta multiplica indefinidamente. El mismo pensamiento esta presente en Freud y Jung. La importancia del inconsciente en la psicolog�a profunda radica precisamente en el hecho de que este es la ra�z profunda donde se edifican las opciones del ego o su limitaci�n neur�tica. Del mismo modo, en el nivel m�s amplio del Freud cultural y de Jung, tal como los analiza Peter Homans, �la interpretaci�n distingue la infraestructura inconsciente de la cultura para as� liberar al interprete de los poderes opresivos y coercitivos de �sta� (1993, XX).

El factor com�n entre la revoluci�n comunista y la revoluci�n retrospectiva es que ambas son respuestas creativas a la profunda desorganizaci�n social e individual de una sociedad que est� experimentando la p�rdida de los ideales, s�mbolos y modos de vida que han constituido su herencia com�n. La orientaci�n al futuro en la ecuaci�n ra�ces/opciones est� presente tanto en Marx como en Freud. Si para Marx la base es la llave de la transformaci�n social, para Freud o Jung no tiene sentido investigar el inconsciente fuera de un contexto terap�utico. As�, el mate- hist�rico y la psicolog�a profunda se proponen ir a las ra�ces de la sociedad moderna —del capitalismo y de la cultura occidental, respectivamente— para abrir opciones nuevas y m�s amplias. El �xito de su teor�a, para cualquiera de ellos, radica en que pueda transformarse en fundamento e instrumento de tal transformaci�n.

En un mundo que perdi� hace mucho el �pasado profundo�, la ra�z de la religi�n, la ciencia es tanto para Marx como para Freud la �nica ra�z capaz de sustentar un nuevo comienzo en la sociedad moderna occidental. A partir de ella, las buenas opciones son las legitimadas cient�ficamente. Ello implica, para Marx, la distinci�n entre realidad e ideolog�a y, para Freud, la distinci�n entre realidad y fantas�a. En esta distinci�n reside tambi�n la posibilidad de la teor�a cr�tica de la actualidad. Como dijo Nietzsche, si desaparecieran las realidades tambi�n desaparecer�an las apariencias. Y lo contrario tambi�n es cierto.

La traducci�n pol�tica liberal de esta nueva ecuaci�n entre ra�ces y opciones es el Estado-naci�n y el derecho positivo, convertidos en las ra�ces que crean el inmenso campo de las opciones en el mercado y en la sociedad civil. El derecho, para poder funcionar como ra�z, debe ser aut�nomo, es decir, cient�fico. Esta transformaci6n no se dio sin resistencias. En Alemania, por ejemplo, la escuela hist�rica recuper� para el derecho la vieja ecuaci�n entre ra�ces y opciones, el derecho como emancipaci�n del Volksgeist. Pero fue derrotada por la nueva ecuaci�n, la ra�z jur�dica constituida por la codificaci�n y el positivismo. A su vez, el Estado liberal se constituyo como ra�z gracias a la imaginaci�n de la nacionalidad homog�nea y de la cultura nacional. Por medio de ellas, el Estado se convierte en el guardi�n de una ra�z que no existe m�s all� de �l.

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EL FIN DE LA ECUACI�N

Estamos llegando a un momento peligroso, en el sentido que le atribuy� Walter Benjamin. Creo que dicho momento radica en buena medida en el hecho de que la ecuaci�n moderna entre ra�ces y opciones, con la que aprendemos a pensar la transformaci�n social, est� a punto de pasar por un proceso de profunda desestabilizaci�n que parece irreversible. �sta se presenta bajo tres formas principales: turbulencia de las escalas, explosi�n de ra�ces y opciones, y trivializaci�n de la ecuaci�n entre ra�ces y opciones.

Un comentario breve sobre cada una de ellas. Por lo que respecta a la turbulencia de las escalas, es importante recordar lo que mencion� con anterioridad sobre la diferencia de escalas entre las ra�ces (a gran escala) y las opciones (a peque�a escala). La ecuaci�n ra�ces/opciones se asienta en esa diferencia y en la estabilidad de tal diferencia. En la actualidad vivimos tiempos turbulentos que se manifiestan a trav�s de una confusi�n ca�tica de escalas entre fen�menos. La violencia urbana es paradigm�tica en este sentido. Cuando un ni�o de la calle busca abrigo para pasar la noche y por esa misma raz�n es asesinado por un polic�a, o cuando una persona es abordada por un mendigo en la calle y al negarse a dar limosna es asesinada por este, lo que ocurre es una explosi�n imprevisible en la escala del conflicto: un fen�meno que parece trivial y sin consecuencias se coloca en ecuaci�n con otro dram�tico y de consecuencias fatales. Este cambio abrupto e imprevisible de la escala de los fen�menos ocurre en la actualidad en los m�s diversos dominios de la pr�ctica social, por lo que me atrevo a considerarlo como una de las caracter�sticas fundamentales de nuestro tiempo. Bas�ndome en los trabajos de Prigogine (1979; 1980), pienso que nuestras sociedades atraviesan por un per�odo de bifurcaci�n. Como es sabido, esta condici�n se da en sistemas inestables cuando un cambio m�nimo puede producir transformaciones cualitativas de modo imprevisible y ca�tico. Dicha explosi�n abrupta de escala genera una enorme turbulencia y coloca al sistema en una situaci�n de vulnerabilidad irreversible.

Pienso que la turbulencia de nuestro tiempo es de tal tipo y en ella reside la enorme vulnerabilidad a que est�n sujetas las formas de subjetividad y de sociabilidad: del trabajo a la vida sexual, de la ciudadan�a al ecosistema. Esta situaci�n de bifurcaci�n repercute en una ecuaci�n ra�ces/opciones, lo que origina que la diferencia de escala entre ra�ces y opciones sea ca�tica y reversible. La inestabilidad pol�tica de nuestro tiempo, de los Balcanes a la antigua Uni�n Sovi�tica, del Medio Oriente a �frica, tiene mucho que ver con transformaciones bruscas en las escalas, tanto de las ra�ces como de las opciones. Cuando se desmoron� la Uni�n Sovi�tica, los casi 25 millones de rusos que viv�an fuera de Rusia en las diversas republicas que conformaban la Uni�n vieron de repente que su ra�z, su identidad nacional, era minimizada y reducida al estatuto de identidad local, propia de una minor�a �tnica. Por el contrario, los serbios en la antigua Yugoslavia procuraron, con el apoyo inicial de los pa�ses occidentales, ampliar la escala de sus ra�ces nacionales hasta llegar al canibalismo de las ra�ces nacionales de sus vecinos. No son nuevos estos cambios de escala, toda vez que ya ocurrieron en la posguerra con el proceso de descolonizaci�n y el surgimiento de nuevos Estados poscoloniales, llamados �nacionales�. Lo nuevo en estos cambios es precisamente el hecho de que se llevaron a cabo sobre las ruinas de Estados que hab�an reclamado para s� la titularidad de las ra�ces de identidad.

La misma explosi�n en apariencia err�tica de las escalas se da en el campo de las opciones. En el campo de la econom�a, la fatalidad con que se imponen ciertas opciones, como por ejemplo los ajustes estructurales las dr�sticas consecuencias que estos producen, hace que la peque�a escala se ampl�e hasta convertirse en una gran escala y que el corto plazo se transforme en una larga duraci�n instant�nea. El ajuste estructural para los pa�ses del Sur, lejos de ser una opci�n, es una ra�z transnacional que envuelve y asfixia las ra�ces nacionales y las reduce a protuberancias locales. Por otro lado, el contrato social, la met�fora de la contractualizaci�n de las ra�ces pol�ticas de la modernidad, en la actualidad est� sujeto a una gran turbulencia. El contrato social es un contrato-ra�z que se basa en la opci�n, compartida por todos, de abandonar el estado natural. Doscientos anos despu�s, el desempleo estructural, el recrudecimiento de las ideolog�as reaccionarias, el aumento exagerado de las desigualdades socioecon�micas entre los pa�ses que componen el sistema mundial y, en el interior de cada uno de ellos, el hambre, la miseria y la enfermedad a la que est� sujeta la poblaci�n de los pa�ses de! Sur y la poblaci�n pobre {el �Tercer Mundo interno�) en los pa�ses del Norte, todo ello nos hace creer que estamos ante la opci�n de excluir del contrato social a un fragmento significativo de la poblaci�n de nuestros pa�ses, y obligarlo a que vuelva a su estado natural, convencidos de que sabremos defendernos eficazmente de la agitaci�n que tal expulsi�n puede causar.

La segunda manifestaci�n de la desestabilizaci�n de la ecuaci�n es la explosi�n simult�nea de las ra�ces y las opciones. De hecho, lo que com�nmente se llama �globalizaci�n�, una articulaci�n de la sociedad de consumo con la sociedad de la informaci�n, ha dado origen a la multiplicidad infinita, en apariencia, de opciones. El campo de posibilidades se ha expandido enormemente, legitimado por las propias fuerzas que hacen posible tal expansi�n, sean estas la tecnolog�a, la econom�a de mercado, la cultura global de la publicidad y el consumismo o la democracia. Si se ampl�an las opciones, �stas se transforman de manera autom�tica en un derecho a tal ampliaci�n. Sin embargo, en aparente contradicci�n con esto, vivimos una �poca de localismos y territorialidades, de identidades y singularidades, de genealog�as y memorias; en suma, una �poca de multiplicaci�n, otra vez sin l�mites, de las ra�ces. Y tambi�n en este caso, descubrir ra�ces una y otra vez se traduce de inmediato en un derecho a las ra�ces descubiertas.

La explosi�n de ra�ces y opciones no se da s�lo por la multiplicaci�n indefinida de unas y otras. Surge tambi�n por la b�squeda de ra�ces m�s profundas y fuertes que sustenten opciones particularmente dram�ticas y radicales. El campo de las posibilidades se reduce en este caso de manera dr�stica, pero las opciones restantes son dram�ticas y est�n cargadas de consecuencias. Los dos ejemplos m�s elocuentes de esta explosi�n de ra�ces y opciones generada por el aumento excesivo de unas y otras son los fundamentalismos y la investigaci�n sobre el ADN. El fundamentalismo liberal, entre todos los fundamentalismos, es, sin duda, el m�s intenso. Como el marxismo pasa actualmente por una crisis, el capitalismo se volvi� marxista. La econom�a de mercado, el �ltimo seud�nimo del capitalismo, se transform�, en las �ltimas d�cadas, en el nuevo contrato social, en la base o ra�z econ�mica universal que empuja a la mayor�a de los pa�ses hacia opciones dram�ticas y radicales y, para muchos de estos, a elegir entre el caos de la exclusi�n y el caos de la inclusi�n. Por otro lado, la investigaci�n sobre el ADN, conducida en el �mbito del proyecto sobre el genoma humano, significa, en t�rminos culturales, la transformaci�n del cuerpo en la �ltima ra�z a partir de la cual se abren las opciones dram�ticas de la ingenier�a gen�tica. El boom de la investigaci�n de las neurociencias sobre el cerebro en los �ltimos a�os puede interpretarse como otro medio de convertir el cuerpo en la ra�z �ltima. Comenzamos el siglo XX con la revoluci�n socialista y la revoluci�n introspectiva, y lo terminamos con la revoluci�n corporal. El papel central que en su momento asumieron la clase y la psique, en la actualidad lo ha asumido el cuerpo, convertido, al igual que la raz�n ilustrada, en la ra�z de todas las opciones.

La explosi�n extensiva e intensiva de ra�ces y de opciones puede desestabilizar realmente la ecuaci�n entre ra�ces y opciones s�lo en la medida en que se articula con su intercambiabilidad. Vivimos una �poca de descubrimiento y deconstrucci�n. Observamos que muchas de las ra�ces a las que volvimos la mirada eran, al final, opciones disfrazadas. Las teor�as y la epistemolog�a feministas, las teor�as cr�ticas de la raza, los estudios poscoloniales y la nueva historia significan una contribuci�n decisiva en este campo. De la opci�n occidental/oriental de la primatolog�a, estudiada por Donna Haraway (1989), a la opci�n sexista y racista del Estado de bienestar analizada por Linda Gordon {1990; 1991); de la opci�n denunciada por Martin Bernal (1987) de eliminar las ra�ces africanas de la Black Athena (Atenas Negra) con el fin de intensificar su pureza como ra�z de la cultura europea a la opci�n de blanquear el Black Atlantic (Atl�ntico Negro) para ocultar los sincretismos de la modernidad, como mostr� Paul Gilroy (1993), observamos que las ra�ces de nuestra sociabilidad y racionalidad son, de hecho, optativas, dirigidas m�s bien a una idea hegem�nica de futuro que les dio sentido, y no hacia el pasado, que, al final, solo existi� para funcionar como espejo anticipado del futuro.

Sin embargo, parad�jicamente, este descubrimiento y la denuncia que lleva consigo se trivializan a medida que se profundizan. Porque detr�s de la mascara s�lo existe otra mascara: el saber que las ra�ces hegem�nicas de la modernidad occidental son opciones disfrazadas otorga a la cultura hegem�nica la oportunidad de imponer, ahora sin necesidad de disfraces y con gran arrogancia, sus opciones como ra�ces. El caso m�s elocuente tal vez sea el The Western Canon (El canon occidental), de Harold Bloom (1994). Ah� explica que las ra�ces son un mero efecto del derecho a las ra�ces, y este, un mero efecto del derecho a las opciones. Es cierto que la posibilidad de dicha claridad turbulenta entre ra�ces y opciones tambi�n est� abierta a grupos y culturas contrahegem�nicos, pero est� abierta precisamente en la medida en que refuerza su car�cter contrahegem�nico.

En la nueva constelaci�n de sentido, ra�ces y opciones dejan de ser entidades cualitativamente distintas. Ser ra�z o ser opci�n es un efecto de escala y de intensidad. Las ra�ces son la continuaci�n de las opciones en una escala y con una intensidad diferentes y ocurre lo mismo con las opciones. Esta circularidad permite que el derecho a las ra�ces y el derecho a las opciones sean mutuamente traducibles. Son isom�rficos y se formulan en lenguas y discursos diferentes. Todo se transforma en una cuesti�n de estilo.

El juego de espejos entre ra�ces y opciones alcanza la exacerbaci�n en el ciberespacio. En Internet, las identidades son doblemente imaginadas: como imaginaciones y como im�genes. Cada quien es libre de crear las ra�ces que desee y, a partir de ellas, reproducir sus opciones hasta el infinito. As�, la misma imagen puede observarse como una ra�z sin opciones o como una opci�n sin ra�ces y, en esa medida, pensar en los t�rminos de la ecuaci�n ra�ces/opciones deja de tener sentido. De hecho, esta ecuaci�n solo parece tener sentido en una cultura conceptual, logoc�ntrica, que discurre sobre matrices sociales y territoriales (espacio y tiempo) y las somete a criterios de autenticidad. A medida que transitamos hacia una cultura centrada en im�genes, el espacio y el tiempo van siendo sustituidos por los instantes de la velocidad, las matrices sociales van siendo sustituidas por mediatrices y, en el mismo nivel, el discurso de la autenticidad se transforma en una jerga indescifrable. No existe m�s profundidad que la sucesi�n de im�genes. Todo lo que est� por debajo y por detr�s, tambi�n esta por encima y enfrente. En esta tesitura, tal vez el an�lisis de Gilles Deleuze (1968) sobre el rizoma adquiere una nueva actualidad. En efecto, Mark Taylor y Esa Saarinen, dos fil�sofos de los medios, afirman que �el registro imaginario transforma ra�ces en rizomas. Una cultura rizom�tica no est� ni enraizada ni desenraizada. Nunca sabremos por donde ir�n a irrumpir los rizomas� (1994, 9).

La condici�n de nuestro tiempo es que pasamos por un per�odo de transici�n. Las matrices coexisten con las mediatrices; el espacio y el tiempo, con los instantes de velocidad; la inteligibilidad del discurso de la autenticidad, con su ininteligibilidad. La ecuaci�n entre ra�ces y opciones ora hace que todo tenga sentido, ora hace que nada tenga sentido. Estamos frente a una situaci�n m�s compleja que la de Nietzsche por-que, en nuestro caso, tanto se acumulan realidades y apariencias como desaparecen unas y otras. Estas oscilaciones dr�sticas de sentido son, tal vez, la causa �ltima de la trivializaci�n de la ecuaci�n entre ra�ces y opciones, la tercera manifestaci�n de la desestabilizaci�n de esta ecuaci�n en nuestro tiempo.

La trivializaci�n de la distinci�n entre ra�ces y opciones implica la trivializaci�n de unas y otras. Aqu� reside nuestra dificultad de pensar la transformaci�n social de la actualidad. Es que el pathos de la distinci�n entre ra�ces y opciones es inherente al modo moderno de pensar la transformaci�n social. Cuanto m�s intenso sea ese pathos, m�s se evapora el presente y se transforma en un momento ef�mero entre el pasado y el futuro. Y, por el contrario, en ausencia de ese pathos, el presente tiende a eternizarse y a devorar de igual forma el pasado y el futuro. Tal es nuestra condici�n actual. Vivimos un tiempo de repetici�n, y si se acelera esta repetici�n se produce una sensaci�n de v�rtigo y de estancamiento a la vez. Es tan f�cil e irrelevante caer en la ilusi�n retrospectiva de proyectar el futuro en el pasado como caer en la ilusi�n prospectiva de proyectar el pasado en el futuro. El presente eterno conforma la equivalencia entre las dos ilusiones y a la vez las neutraliza. Con ello, nuestra condici�n asume una dimensi�n kafkiana: lo que existe no tiene explicaci�n, ni por el pasado ni por el futuro. Existe apenas en un mar de indefinici�n y de contingencia.

Si la modernidad le quita al pasado su capacidad de irrupci�n y revelaci�n para entregarla al futuro, el presente kafkiano se la quita al futuro. Lo que irrumpe en el presente kafkiano es err�tico, arbitrario, fortuito y hasta absurdo.

Por el contrario, hay quien observa en la eternizaci�n del presente una nueva tempestad del Para�so que sustenta el �ngelus novus:

[...] en la red telecomunicacional global de realidades digitalizadas, el espacio parece sucumbir en una presencia que no conoce la ausencia, y el tiempo parece estar condensado en un presente que ni el pasado ni el futuro perturban. Que se llegara a alcanzar el gozo de esa presencia en el presente significar�a la cristalizaci�n de los sue�os m�s antiguos y m�s profundos de la imaginaci�n religioso-filos�fica occidental (Taylor y Saarinen 1994, �Speed<>, 4).

A mi entender, la tempestad digital en las alas del �ngel es virtual y puede ser ligada o desligada a voluntad. Por lo mismo nuestra condici�n es mucho menos heroica y prometedora de lo que la tempestad propone. La presencia, cuya posesi�n es imaginada por la religi�n y la filosof�a, es la fulguraci�n �nica e irrepetible de una relaci�n sustantiva, producto de una interrogaci�n permanente, sea esta el acto m�stico, la superaci�n dial�ctica, la realizaci�n del Geist, del Selbstsein, el acto existencial o el comunismo. La presencia digital es, por el contrario, la fulguraci�n de una relaci�n de estilo, repetible una y otra vez; una respuesta permanente a todos los posibles interrogantes. Se opone a la historia sin tener la conciencia de que es hist�rica. Por eso imagina el fin de la historia sin tener que imaginarse su propio fin.

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UN FUTURO PARA EL PASADO

No es f�cil salir de una situaci�n tan convincente en sus contradicciones y ambig�edades, una situaci�n que es tan confortable como intolerable. La eternizaci�n del presente implica el final de los interrogantes permanentes a los que se refiere Merleau-Ponty (1968, 50). La �poca de repetici�n puede concebirse como progreso y como su contrario. No es posible pensar la transformaci�n social sin el pathos de la tensi�n entre ra�ces y opciones, pero tal imposibilidad pierde gran parte de su dramatismo si se juzga que la transformaci�n social, adem�s de impensable, es innecesaria. Esta ambig�edad conduce al apaciguamiento intelectual, que a su vez lleva al conformismo y a la pasividad. Es importante recuperar entonces la capacidad de espanto y que �sta se traduzca en inconformismo y rebeld�a. Walter Benjamin, en la primavera de 1940, escribi� una advertencia que mantiene su actualidad:

El espanto por el hecho de que las cosas que estamos viviendo [se refiere desde luego al nazismo] �todav�a� sean posibles no es un espanto filos�fico. No se sit�a en el umbral de la comprensi�n, a no ser que se entienda que la concepci�n de la historia de la cual proviene es insostenible (1980, 697).

En mi opini�n, a partir de aqu� debemos verificar que la teor�a de la historia de la modernidad es insostenible y, por tanto, es necesario sustituirla por otra que nos ayude a vivir con dignidad este momento de peligro y lograr la supervivencia por la profundizaci�n de las energ�as de emancipaci�n. Lo m�s urgente es contar con una nueva capacidad de espanto y de indignaci�n que sustente una nueva teor�a y una nueva pr�ctica de inconformismo desestabilizadora, es decir, rebelde.

Seg�n la sugerencia de Merleau-Ponty, debemos partir de las significaciones de la modernidad m�s abiertas y m�s incompletas. Son �stas las que suscitan la pasi�n y abren espacios a la creatividad e iniciativa en el ser humano (1968, 45). Porque la teor�a de la historia de la modernidad se orient� totalmente al futuro, y el pasado qued� subrepresentado y subcodificado. El dilema de nuestro tiempo reside en que a pesar de que el futuro est� desacreditado, a�n es posible, en el �mbito de esta teor�a, reanimar el pasado. Para la teor�a de la historia, el pasado es una acumulaci�n fatalista de cat�strofes que el �ngelus novus observa de manera impotente y ausente.

Nuestra tarea consiste en reinventar el pasado para que asuma la capacidad de fulguraci�n, irrupci�n y redenci�n que imagin� Benjamin con clarividencia: �Para el materialismo hist�rico de lo que se trata es de retener una imagen del pasado tal como �sta aparece ante el sujeto hist�rico, s�bitamente, en el momento de peligro� (1980, 695). Esta capacidad de fulguraci�n podr� desarrollarse s�lo si el pasado deja de ser la acumulaci�n fatalista de cat�strofes para ser tan s�lo la anticipaci�n de nuestra indignaci�n y de nuestro inconformismo. El fatalismo es, en la concepci�n modernista, el otro lado de la confianza en el futuro. El pasado queda as� neutralizado en dos niveles: porque sucedi� lo que tenia que suceder y porque lo que haya acontecido en un momento dado ya sucedi� y puede llegar a superarse con posterioridad. En esta constelaci�n de ilusiones retrospectivas y de ilusiones prospectivas del pasado s�lo se aprende a confiar en el futuro.

Es preciso, pues, luchar por otra concepci�n del pasado, en la que �ste se convierta en raz�n anticipada de nuestra rabia y de nuestro inconformismo. En vez de un pasado neutralizado, un pasado como p�rdida irreparable resultante de iniciativas humanas que pudieron elegir entre alternativas. Un pasado reanimado en nuestra direcci�n por el sufrimiento y por la opresi�n que fueron causados por la presencia de alternativas que se pod�an haber evitado. Benjamin cr�tica la socialdemocracia alemana en nombre de una concepci�n del pasado semejante a este. Dice:

[La socialdemocracia] se dio el gusto de trasladar a la clase trabajadora el papel de Libertadora de las generaciones futuras. As�, le corto el nervio de la mejor fuerza que ten�a. En esta escuela, la clase olvid� tanto el odio como el esp�ritu de sacrificio. Porque estos se nutren de la imagen de los antepasados esclavizados y no del ideal de los nietos liberados (1980, 700).

Tal vez m�s que en la �poca de Benjamin, perdemos la capacidad de enfurecernos y espantarnos frente al realismo grotesco que se acepta s�lo porque existe, perdemos la voluntad de sacrificio. Para recuperar una y otra es importante reinventar el pasado como negatividad, producto de la iniciativa humana y, bas�ndose en �l, construir interrogantes poderosos y adoptar posiciones apasionadas que tengan la capacidad de despertar sentidos fecundos.

Entonces es conveniente identificar el sentido de los interrogantes en un momento de peligro como el que estamos atravesando. Tal identificaci�n se da en dos momentos. El primero es el de la pretendida eficacia de los interrogantes poderosos. Acudo a una expresi�n un tanto idealista de Merleau-Ponty {1968, 44) y pienso que para que los interrogantes poderosos sean eficaces, deben ser monogramas del esp�ritu sobre las cosas. Deben irrumpir por la intensidad y por la concentraci�n de energ�a interior que transportan. Tal irrupci�n, en las condiciones actuales, s�lo ocurre si los interrogantes poderosos se traducen en im�genes desestabilizadoras. Son esas im�genes las �nicas que pueden restituir la capacidad de espanto y de indignaci�n. En la medida en que el pasado deje de ser autom�ticamente redimido por el futuro, el sufrimiento humano, la explotaci�n y la opresi�n que lo habitan se convertir�n en un comentario cruel sobre el tiempo presente, inadmisible porque a�n sucede y porque la iniciativa del ser humano pudo evitarlo. Las im�genes son desestabilizadoras s�lo en la medida en que todo depende de nosotros y todo podr�a ser diferente y mejor. As� pues, la iniciativa del ser humano, y no cualquier idea abstracta de progreso, puede fundamentar el principio de esperanza de Ernst Bloch (2004-2005). El inconformismo es la Utop�a de la voluntad. Como dice Benjamin, �La chispa de la esperanza s�lo posee el don de deslumbrar en el pasado a aquel historiador que est� convencido de que ni siquiera los muertos estar�n a salvo del enemigo, si �ste es el vencedor� (1980, 695).

Las im�genes desestabilizadoras ser�n eficaces s�lo si son ampliamente compartidas. Esto me conduce al segundo momento del sentido de los interrogantes poderosos. �C�mo lograr que el interrogante este m�s distribuido que las respuestas que le fueron dadas? Juzgo que, en el interior de la cultura occidental, en el momento actual de peligro, el interrogante poderoso, para ser ampliamente distribuido, suele incidir m�s sobre lo que nos une que sobre lo que nos separa. Porque uno de los ardides de la ecuaci�n ra�ces/opciones fue ocultar, bajo la capa del equilibrio entre una y otra, el predominio total de las opciones, por lo cual tenemos en la actualidad m�ltiples teor�as y pr�cticas de separaci�n y de varios grados de separaci�n. Por el contrario, carecemos de teor�as de uni�n, y esta carencia resulta grave en extremo en un momento de peligro. La gravedad de tal carencia no est� en s� misma, sino en el hecho de coexistir como una pl�tora de teor�as de la separaci�n. Lo m�s grave es el desequilibrio entre las teor�as de la separaci�n y las teor�as de la uni�n. Los poderes hegem�nicos que rigen la sociedad de consumo y la sociedad de la informaci�n han promovido teor�as e im�genes que apelan a una totalidad —sea �sta de la especie, del mundo y hasta del universo— que existe por encima de las divisiones entre las partes que la componen. Sabemos que se trata de teor�as e im�genes manipuladoras que ignoran las diversas circunstancias y aspiraciones de los pueblos, clases, g�neros, regiones, etc., as� como las relaciones de desigualdad, explotaci�n y victimizaci�n que han unido las partes que componen esa pseudototalidad. Sin embargo, el grado de credibilidad de estas teor�as e im�genes consiste en apelar, aunque de manera manipuladora, a una comunidad imaginada de la humanidad en su conjunto. La CNN, en contra de las teor�as de la separaci�n, descubri� un universalismo a posteriori simult�neamente global e individual, la universalidad y la individualidad del sufrimiento: el sufrimiento existe en todas partes; los individuos son los que sufren, no las sociedades.  

A su vez, las fuerzas contrahegem�nicas han contribuido a ampliar las arenas de entendimiento pol�tico; pero, en general, las coaliciones y las alianzas han sido poco eficaces para superar las teor�as de la separaci�n, aunque han sido m�s eficaces para superar las separaciones territoriales que para superar las separaciones que provocan las diferentes formas de discriminaci�n y opresi�n. Las coaliciones transnacionales han sido m�s f�ciles entre grupos feministas y entre ecologistas o ind�genas que entre unos y otros grupos. Esto se debe al desequilibrio entre las teor�as de la separaci�n y las de la uni�n. Estas �ltimas, entonces, deben reforzarse para que se vuelva visible lo que hay de com�n entre las diferentes formas de discriminaci�n y de opresi�n: el sufrimiento humano.

La globalizaci�n contrahegem�nica, que yo he designado �cosmopolitismo subalterno�, est� inserta en el car�cter global y multidimensional del sufrimiento humano. La idea del totus orbis, formulada por Francisco de Vitoria, uno de los fundadores del derecho internacional moderno, debe ser reconstituida como globalizaci�n contrahegem�nica, como cosmopolitismo subalterno. El respeto por la diferencia no puede impedir la comunicaci�n y complicidad que hace posible la lucha contra la indiferencia. El momento de peligro por el que estamos atravesando exige que profundicemos en la comunicaci�n y la complicidad. Debemos hacerlo no en nombre de una communitas abstracta, sino movidos por la imagen desestabilizadora del sufrimiento multiforme causado por la iniciativa humana, tan avasallador como innecesario. Las teor�as de la separaci�n, en este momento de peligro, deben formularse sin perder de vista lo que nos une; y, viceversa, las teor�as de uni�n deben formularse tomando en cuenta lo que nos divide. Las fronteras divisoras deben construirse con numerosas entradas y salidas. Al mismo tiempo, es importante mantener presente que lo que une s�lo une a posteriori.

La comunicaci�n y la complicidad deben darse con apoyo y en varios niveles para que haya un equilibrio din�mico entre las teor�as de la separaci�n y las teor�as de la uni�n. A cada nivel le corresponde un potencial de indignaci�n e inconformismo, alimentado por una imagen desestabilizadora. Propongo que distingamos cuatro niveles: el epistemol�gico, el metodol�gico, el pol�tico y el jur�dico.

La comunicaci�n y la complicidad epistemol�gicas se asientan en la idea de que no existe s�lo una forma de conocimiento, sino varias, y que es preciso optar por la que favorece la creaci�n de im�genes desestabilizadoras y una actitud de inconformismo frente a ellas. Como ya expliqu� en el cap�tulo 1, defiendo la posici�n de que no hay conocimiento en general ni ignorancia en general. Cada forma de conocimiento conoce en relaci�n con un cierto tipo de ignorancia y, viceversa, cada forma de ignorancia es ignorancia de un cierto tipo de conocimiento. Cada forma de conocimiento implica as� una trayectoria de un punto A, designado por la ignorancia, a un punto B, designado por el saber. Las formas de conocimiento se distinguen por el modo en que caracterizan los dos puntos y las trayectorias entre ellos. Esta trayectoria, en la modernidad de Occidente, es, simult�neamente, una secuencia l�gica y una secuencia temporal. El movimiento de la ignorancia al saber es tambi�n el movimiento del pasado al futuro.

Como expliqu� en detalle en el cap�tulo anterior, creo que el paradigma de la modernidad contiene dos formas importantes de conocimiento: conocimiento-regulaci�n y conocimiento-emancipaci�n. El conocimiento-regulaci�n consiste en una trayectoria entre un punto de ignorancia, denominado caos, y un punto de conocimiento, denominado orden. El conocimiento-emancipaci�n consiste en una trayectoria entre un punto de ignorancia, denominado colonialismo, y un punto de conocimiento, denominado solidaridad. Si bien estas dos formas de conocimiento est�n igualmente inscritas en el paradigma de la modernidad, el conocimiento-regulaci�n, durante el �ltimo siglo, ha ganado primac�a total sobre el conocimiento-emancipaci�n. Con esto, el orden pas� a ser la forma hegem�nica del conocimiento, y el caos, la forma hegem�nica de la ignorancia. Dicha hegemon�a del conocimiento-regulaci�n le permiti� recodificar el conocimiento-emancipaci�n en sus propios t�rminos. As�, lo que era saber en esta �ltima forma de conocimiento se transform� en ignorancia (la solidaridad se convirti� en caos) y lo que era ignorancia se transform� en saber (el colonialismo fue recodificado como orden). Como la secuencia l�gica de la ignorancia al saber es tambi�n la secuencia temporal del pasado al futuro, la hegemon�a del conocimiento-regulaci�n hizo que tanto el futuro como la transformaci�n social se concibieran como orden, y el colonialismo, como un tipo de orden. De forma paralela, el pasado se concibi� como el caos, y la solidaridad, como un tipo de caos. El sufrimiento humano puede justificarse as� en nombre de la lucha del orden y del colonialismo contra el caos y la solidaridad. Ese sufrimiento humano tuvo, y sigue teniendo, destinatarios sociales espec�ficos —trabajadores, mujeres, minor�as �tnicas y sexuales—, cada uno de los cuales es considerado peligroso, a su modo, porque representa el caos y la solidaridad contra quienes es preciso luchar en nombre del orden y del colonialismo. La neutralizaci�n epistemol�gica del pasado siempre ha sido la contraparte de la neutralizaci�n social y pol�tica de las �clases peligrosas�.

Frente a esto, la orientaci�n epistemol�gica que hace posible la comunicaci�n y la complicidad debe revalorar la solidaridad como forma de conocimiento, y el caos como una dimensi�n de la solidaridad. En otras palabras, debe pasar por la revalorizaci�n del conocimiento-emancipaci�n en detrimento del conocimiento-regulaci�n. La imagen desestabilizadora que generara la energ�a de esta revalorizaci�n es el sufrimiento humano, concebido como el resultado de toda iniciativa humana que convierta la solidaridad en forma de ignorancia y el colonialismo en forma de saber.

La segunda orientaci�n es metodol�gica. Las teor�as sobre lo que nos une, propuestas por la sociedad de consumo y por la sociedad de informaci�n, se asientan en la idea de globalizaci�n. Las globalizaciones hegem�nicas son, de hecho, localismos globalizados, los nuevos imperialismos culturales 9. Podemos definir la globalizaci�n hegem�nica corno el proceso por el cual un fen�meno dado o una entidad local consigue difundirse globalmente y, al lograrlo, adquiere la capacidad de designar un fen�meno o una entidad rival como local. La comunicaci�n y la complicidad que permite la globalizaci�n hegem�nica se asientan en un intercambio desigual que canibaliza las diferencias en vez de permitir el di�logo entre ellas. Est�n bajo la insidia de silencios, manipulaciones y exclusiones.

En contra de los localismos globalizados propongo, como orientaci�n metodol�gica, la hermen�utica diat�pica 10. Se trata de un procedimiento hermen�utico cuya base radica en la idea de que todas las culturas est�n incompletas y de que los topoi de una cultura determinada, por fuertes que sean, est�n tan incompletos como la cultura a la que pertenecen. Los topoi fuertes son las principales premisas de argumentaci�n dentro de una cultura determinada, las premisas que hacen posible la creaci�n de argumentos y su intercambio. Esta funci�n de los topoi genera una ilusi�n de totalidad basada en la inducci�n pars pro toto. Por eso, la incompletud de una cultura determinada s�lo puede validarse a partir de los topoi de otra cultura. Los topoi de una cultura determinada, vistos desde otra cultura, dejan de ser premisas de argumentaci�n para convertirse en meros argumentos 11. El objetivo de la hermen�utica diat�pica es el de llevar al m�ximo la conciencia de la incompletud rec�proca de las culturas a trav�s del di�logo con un pie en una cultura y el otro pie en la otra. De ah� su car�cter diat�pico. La hermen�utica diat�pica es un ejercicio de reciprocidad entre culturas que consiste en transformar las premisas de argumentaci�n de una cultura determinada en argumentos inteligibles y cre�bles en otra cultura. Para dar un ejemplo, en otros trabajos. (Santos 2002; 1998a; 1998b) he propuesto una hermen�utica diat�pica entre el topos de los derechos humanos de la cultura occidental y el topos de la dharma en la cultura hind�; y entre el topos de los derechos humanos y el topos de la umma en la cultura isl�mica, en este caso, en di�logo con Abdullahi Ahmed An-na'im (1990; 1992).

Elevar la incompletitud al m�ximo de conciencia posible abre posibilidades insospechadas a la comunicaci�n y a la complicidad. Se trata de un procedimiento dif�cil, poscolonial y posimperial y, en cierto sentido, m�s all� de la identidad. La propia reflexi�n sobre las condiciones que la vuelven posible y necesaria es una de las condiciones m�s exigentes de la hermen�utica diat�pica. La energ�a que la pone en pr�ctica, con un fuerte contenido ut�pico, proviene de una imagen desestabilizadora que he llamado epistemicidio, el asesinato del conocimiento. Los intercambios desiguales entre culturas siempre han acarreado la muerte del conocimiento propio de la cultura subordinada y, por lo mismo, de los grupos sociales que la practican. En los casos m�s extremos, como el de la exclusi�n europea, el epistemicidio fue una de las condiciones del genocidio. La p�rdida de confianza epistemol�gica por la que atraviesa la ciencia moderna logra identificar el �mbito y la gravedad de los epistemicidios cometidos por la modernidad hegem�nica euroc�ntrica. La imagen de tales epistemicidios ser� m�s desestabilizadora cuanto m�s consistencia tenga la pr�ctica de la hermen�utica diat�pica.

La tercera orientaci�n para lograr un equilibrio din�mico entre las teor�as de la separaci�n y las teor�as de la uni�n es pol�tica., y la he designado, siguiendo a Richard Falk, como �gobierno humano� {human governance). Las teor�as hegem�nicas de la uni�n, comenzando por la econom�a de mercado y por la democracia liberal, est�n generando formas de barbarie, de exclusi�n y de destituci�n que redundan en pr�cticas de neofeudalismo. A su vez, las teor�as contrahegem�nicas de separaci�n, como por ejemplo las que subyacen en muchos movimientos y pol�ticas de identidad, han redundado en ciertas ocasiones en pr�cticas fundamentalistas o neotribales porque no cuentan con el contrapeso de las teor�as de la uni�n.

A trav�s de estas dos v�as opuestas, pero convergentes en s�, estamos viviendo una �poca de exceso de separatismo y de segregacionismo. Es necesario construir una imagen desestabilizadora, la imagen del apartheid global, un mundo de guetos sin entrada ni salida, que anda errante en un mar de corrientes colonialistas y fascistas. Esta imagen desestabilizadora constituir� la energ�a de la orientaci�n pol�tica del gobierno humano. En la l�nea de Falk, entiendo dicho gobierno como todo criterio normativo que �facilite la comunicaci�n a trav�s de divisiones de civilizaci�n, nacionalistas, �tnicas, clasistas, generacionales, cognitivas y sexuales�, pero que lo hace con �respeto y celebraci�n de la diferencia y una actitud de extremo escepticismo para con los sobresaltos exclusivistas que niegan los espacios de expresi�n y descubrimiento de los otros, as� como para las variantes del universalismo que ignoran las circunstancias desiguales y las aspiraciones de los pueblos, clases y regiones� (1995, 242). En otras palabras, el gobierno humano es un proyecto normativo que, �en todos y en cualquier contexto, identifica, y restablece constantemente las diversas intersecciones entre lo espec�fico y lo general, y mantiene sus fronteras mentales y espaciales abiertas como entradas y salidas, aunque sigue desconfiando de cualquier versi�n de pretensi�n de verdad en cuanto fundamento para el extremismo y la violencia pol�tica" (1995, 242). El principio de gobierno humano, impulsado por una imagen desestabilizadora —el apartheid global— poderosa porque est� asociada a la guerra, a las desigualdades abismales y al colapso ecol�gico, tiene un potencial de oposici�n muy elevado. Tal vez, m�s que las orientaciones restantes, tiene un car�cter euroc�ntrico por su aspiraci�n de totalidad. Representa, as�, el m�ximo de conciencia centr�fuga del eurocentrismo al comprometerse con sus v�ctimas y al aspirar a una totalidad emancipatoria que tenga como centro el sufrimiento de las v�ctimas.

Para terminar, la orientaci�n jur�dica para el momento de peligro que estamos atravesando proviene del derecho internacional. Se trata de la doctrina �patrimonio com�n de la humanidad�, sin duda la doctrina sustantiva m�s innovadora, tambi�n la m�s vilipendiada, del derecho internacional en la segunda mitad del siglo XX. La existencia de campos sociales, f�sicos o simb�licos, que son res communis y que s�lo pueden ser administrados en inter�s de la comunidad, es una condici�n sine qua non de la comunicaci�n y complicidad entre la parte y el todo que aqu� se sustenta con el objeto de lograr un mayor equilibrio entre las teor�as de la separaci�n y las teor�as de la uni�n. Si el todo, sea este la especie, el mundo o el universo, no tiene un espacio jur�dico propio, quedar� sujeto a los dos criterios b�sicos de separaci�n de la modernidad: la propiedad, en la que se asienta el capitalismo mundial, y la soberan�a, en la que se asienta el sistema interestatal. El monopolio jur�dico detentado por estos dos criterios ha destruido, o ha amenazado con destruir, recursos naturales y culturales de importancia vital para la sustentabilidad y calidad de vida en la Tierra. El fondo marino, la Ant�rtida, la Luna y otros cuerpos celestes, el espacio exterior, el ambiente global, la biodiversidad 12 son algunos de los recursos que, si no son administrados por trustees de la comunidad internacional en favor de las generaciones presentes y futuras, sufrir�n un desgaste tal que la vida en la Tierra se har� intolerable hasta dentro de los guetos de lujo que componen el apartheid global. La imagen desestabilizadora que surge de aqu� es la par�bola de la tragedia de los comunes enunciada por Garrett Hardin (1968) 13. Como los costos del uso individual de los bienes comunes son siempre inferiores a su beneficio, los recursos comunes, al ser agotables, se encuentran irremediablemente al borde de una tragedia. Esta imagen ser� m�s desestabilizadora cuanto m�s elevada sea la conciencia ecol�gica global. Y es �sta la que genera la energ�a de la orientaci�n del patrimonio com�n de la humanidad. No cabe aqu� analizar esta doctrina que se formul� por primera vez en 1967; ni la Convenci�n de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar en 1982, cuando fue posible observar la aspiraci�n de los pa�ses perif�ricos a un nuevo orden econ�mico mundial; ni la progresiva desvirtuaci�n de esa doctrina hasta llegar al colapso total en el Boat Papery en la Resoluci�n 48/263 de la Asamblea General de las Naciones Unidas el 28 de julio de 1998 (Santos 1998a, 245-260; Pureza 1995) 14.

La dimensi�n arquet�pica del patrimonio com�n de la humanidad reside en que, mucho antes de haber sido formulada expresamente, esta idea representa la dial�ctica de la comunicaci�n entre las partes y el todo que estuvo en el origen del derecho internacional moderno en la escuela ib�rica del siglo XVI (Pureza 1995, 264). La distinci�n de Francisco de Vitoria entre el ius inter omnes gentes y el totus orbis, y la distinci�n de Francisco Su�rez entre el ius gentium inter gentes y el bonum commune humanitatis son los arquetipos del equilibrio matricial entre las teor�as de la separaci�n y las teor�as de la uni�n. El hecho de que se haya perdido este equilibrio en favor de las teor�as de la separaci�n confiere a la doctrina del patrimonio com�n de la humanidad un car�cter ut�pico, mesi�nico en el sentido de Benjamin. Baste enumerar sus atributos principales: no apropiaci�n; gesti�n de todos los pueblos; repartici�n internacional de los beneficios obtenidos por la explotaci�n de los recursos naturales; utilizaci�n pacifica de la investigaci�n cient�fica para beneficio de todos los pueblos, incluida la libertad; conservaci�n para las generaciones futuras (Santos 1998a). Para que este car�cter ut�pico se desarrolle, es necesario que la idea del patrimonio com�n de la humanidad salga del discurso y las pr�cticas jur�dicas del derecho internacional —donde siempre ser� vencido por los principios de propiedad y de soberan�a— y se transforme en un nuevo sentido com�n jur�dico emancipatorio que alimente la acci�n de los movimientos sociales contrahegem�nicos y de las organizaciones no gubernamentales de activismo transnacional.

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CONCLUSI�N

Estamos pasando por un momento de peligro que es tambi�n un momento de transici�n. El futuro ya perdi� su capacidad de redenci�n y de fulguraci�n, y el pasado a�n no la ha adquirido. Ya no somos capaces de pensar la transformaci�n social en t�rminos de la ecuaci�n ra�ces y opciones, pero tampoco somos capaces de pensar sin ella. El peligro radica en que se eternice el presente y en su capacidad de fulguraci�n kafkiana; en que, una vez desprovistos de las tensiones en que conformamos nuestra subjetividad, nos quedemos con formas simplificadas de subjetividad.

Uno de los s�ntomas m�s perturbadores de la subjetividad simplificada es el hecho de que las teor�as de la separaci�n y la segregaci�n lleguen a dominar totalmente las teor�as de la uni�n, de la comunicaci�n y de la complicidad. La irrelevancia de la ecuaci�n ra�ces/opciones reside precisamente en el hecho de que estamos segregados y separados, tanto por las ra�ces como por las opciones. Por ello, las razones limitadas que invocamos para las segregaciones, tanto hegem�nicas como contrahegem�nicas, no explican los l�mites de la segregaci�n.

En este cap�tulo propuse un nuevo equilibrio entre las teor�as de la separaci�n y las teor�as de la uni�n, una mayor comunicaci�n y complicidad a trav�s de las fronteras. Propuse cuatro im�genes desestabilizadoras —el sufrimiento humano, el epistemicidio, el apartheid global y la tragedia de los comunes— que interpelan todas ellas al pasado como iniciativa humana inadmisible y permiten que este se reavive y brille en nuestra direcci�n. Estas im�genes son eso, im�genes. No son ideas, porque las ideas perdieron toda capacidad de desestabilizaci�n. Se trata de nuevas constelaciones donde se combinan ideas, emociones, sentimientos de espanto y de indignaci�n, pasiones de sentidos inagotables. Son cronogramas del esp�ritu puestos a disposici�n de nuevas pr�cticas rebeldes e inconformistas.

S�lo bajo estas condiciones las im�genes desestabilizadoras generar�n la energ�a que logre observar las cuatro orientaciones que nos permitan sobrevivir con dignidad este momento de peligro —el conocimiento-emancipaci�n, la hermen�utica diat�pica, el gobierno humano y el patrimonio com�n de la humanidad—. Son orientaciones en los m�rgenes de la cultura euroc�ntrica, pero a�n as�, euroc�ntricos en su marginalidad. Como se colocan del lado de las v�ctimas de la hegemon�a del eurocentrismo, se constituyen en conciencia de oposici�n y centr�fugas, el m�ximo posible de conciencia de la incompletud de la cultura occidental. Piensan la cultura occidental para que la transformaci�n social deje de ser pensada en t�rminos euroc�ntricos.

Es por esta raz�n por la que el �ngelus novus no puede continuar, suspendido de su imponderable levedad, dando la espalda a quien causa tales horrores. Si ello sucede, la tragedia del �ngel se convertir� en una farsa, en un interrogante poderoso, en comentario pat�tico. Por el contrario, pienso que frente a la intensidad seductora y monstruosa de las im�genes desestabilizadoras, el �ngel terminar� por sumergirse en ellas y as� obtener la energ�a necesaria para volar de nuevo, esta vez con prudencia, es decir, con los pies en la tierra. S�lo as� el �ngel despertar� a los muertos y reunir� a los vencidos.

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NOTAS

6. Versi�n revisada y traducida de la ponencia presentada en la Conference on New Approaches to Internationa] Law, organizada por la Harvard Law School y por la Universidad de Wisconsin en Madison, celebrada en Madison, Wisconsin, del 14 al 16 de junio de 1996, y publicada en 1999 en la Revista Mexicana de Sociolog�a, 2, 35-38. Traducci�n de Graciela Salazar J..
7. Un an�lisis reciente de la teor�a de la historia de Walter Benjamin puede leerse en Ribeiro (1995). Ve�se tambi�n Comesana (1993).
8. En otro trabajo analizo con m�s detalle las teor�as de Grocio y las teor�as racionalistas del derecho natural (Santos 1995, 60-63).
9. En el capitulo 6 defino y desarrollo el concepto de localismo globalizado y ofrezco una tipolog�a de las globalizaciones contempor�neas.
10. El concepto de hermen�utica diat�pica lo desarrollo en otros trabajos con mayor detalle (Santos 2002; 1998a; 1998b).
11. En momentos de gran turbulencia, en el pasaje �descendente� de los topoi a las premisas de la argumentaci�n, la simple argumentaci�n puede hacerse visible desde dentro de una cultura determinada. De alg�n modo, es lo que puede ocurrir con la ecuaci�n entre ra�ces y opciones. En la narraci�n que propongo en este texto cuestiono tal ecuaci�n como un topos fuerte de la cultura euroc�ntrica y, al hacerlo, diluyo su car�cter de premisa de argumentaci�n y la convierto en simple argumento, la refuto con otros argumentos.
12. La UNESCO tambi�n considera el patrimonio cultural como patrimonio com�n de la humanidad. En este caso, y desde mi perspectiva, es el mismo patrimonio, y no su degradaci�n, el que debe constituir una imagen desestabilizadora: imagen de las condiciones de barbarie en que se produjeron los tesoros culturales. El patrimonio, por ello, s�lo puede ser considerado patrimonio com�n de la humanidad si se observa desde la perspectiva de Benjamin cuando afirma: �No hay documento de la cultura que no sea, al mismo tiempo, un documento de la barbarie� (1980, 696).
13. Un an�lisis importante de esta par�bola puede leerse en Pureza (1995, 281).
14. Para un an�lisis detallado y cr�tico de las vicisitudes de la doctrina del patrimonio com�n de la humanidad, v�ase Pureza (1995, 381-531).

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EL FIN DE LOS DESCUBRIMIENTOS IMPERIALES: 15

DESCUBRIMIENTO DE LUGARES

Aunque es cierto que no hay descubrimientos sin descubridores y descubiertos, lo m�s intrigante es que te�ricamente no es posible saber qui�n es qui�n. Esto es, el descubrimiento es necesariamente rec�proco: quien descubre es tambi�n descubierto y viceversa (Godinho 1988) 16. �Por qu� es entonces tan f�cil, en la pr�ctica, saber qui�n es el descubridor y qui�n el descubierto? Porque siendo el descubrimiento una relaci�n de poder y de saber, es descubridor quien tiene mayor poder y saber y, en consecuencia, capacidad para declarar al otro como descubierto. Es la desigualdad del poder y del saber la que transforma la reciprocidad del descubrimiento en apropiaci�n del descubierto. En este sentido, todo descubrimiento tiene algo de imperial, es una acci�n de control y sumisi�n. El segundo milenio, mucho m�s que el primero, fue el milenio de los descubrimientos imperiales. Fueron muchos los descubridores, pero el m�s importante, indudablemente, fue Occidente, en sus m�ltiples encarnaciones. El otro, el descubierto, asumi� tres formas principales: Oriente, el salvaje y la naturaleza.

Antes de referirnos a cada uno de los descubrimientos imperiales y a sus vicisitudes hasta el presente, es importante tener en cuenta sus caracter�sticas principales. El descubrimiento imperial tiene dos dimensiones: una emp�rica, el acto de descubrir, y otra conceptual, la idea de lo que se descubre. Contrariamente a lo que puede pensarse, la dimensi�n conceptual precede a la emp�rica: la idea sobre lo que se descubre comanda el acto del descubrimiento y sus derivaciones. La especificidad de la dimensi�n conceptual de los descubrimientos imperiales es la idea de la inferioridad del otro. El descubrimiento no se limita a establecer esa inferioridad sino que la legitima y la profundiza. Lo que se descubre esta lejos, abajo y en los m�rgenes, y esa �ubicaci�n� es la clave para justificar las relaciones entre descubridor y descubierto.

La producci�n de la inferioridad es crucial para sustentar el descubrimiento imperial y por eso es necesario recorrer m�ltiples estrategias de inferiorizaci�n. En este campo puede decirse que Occidente no ha carecido de imaginaci�n. Entre estas estrategias podemos mencionar la guerra, la esclavitud, el genocidio, el racismo, la descalificaci�n, la transformaci�n del otro en objeto o recurso natural y una vasta sucesi�n de mecanismos de imposici�n econ�mica (tributos, colonialismo, neocolonialismo y por �ltimo globalizaci�n neoliberal), de imposici�n pol�tica (cruzadas, imperio, estado colonial, dictadura y por �ltimo democracia) y de imposici�n cultural (epistemicidio, misiones, asimilaci�n y finalmente industrias culturales y cultura de masas).

Oriente

Desde la perspectiva de Occidente, Oriente es el descubrimiento primordial del segundo milenio. Occidente no existe sin el contraste con el no-Occidente. Oriente es el primer espejo de diferenciaci�n en ese milenio. Es el lugar cuyo descubrimiento descubre el lugar de Occidente; el comienzo de la historia que empieza a ser entendida como universal. Es un descubrimiento imperial que en tiempos diferentes asume contenidos diferentes. Oriente es, antes que nada, la civilizaci�n alternativa a Occidente: tal como el sol nace en Oriente, all� nacieron tambi�n las civilizaciones y los imperios. Ese mito de los or�genes tiene tantas lecturas posibles como las que Occidente tiene de s� mismo, aunque �stas, por su lado, no existan m�s que en t�rminos de la confrontaci�n con lo no occidental. Un Occidente decadente ve en Oriente la Edad de Oro; un Occidente boyante ve en Oriente la infancia del progreso civilizatorio.

Las dos lecturas est�n vigentes a lo largo del milenio, pero, en la medida en que �ste avanza, la segunda toma la primac�a y asume su formulaci�n m�s extrema en Hegel, para quien �la historia universal va de Oriente hacia Occidente�. Asia es el principio y Europa el fin absoluto de la historia universal, es el lugar de la consumaci�n de la trayectoria civilizatoria de la humanidad. La idea b�blica y medieval de la sucesi�n de los imperios (translatio imperii) se transforma, en Hegel, en el camino triunfante de la Idea Universal desde los pueblos asi�ticos hacia Grecia, Roma y finalmente Alemania. Am�rica del Norte es el futuro errado, pero, como se construye con poblaci�n excedente europea, no contradice la idea de Europa como lugar de culminaci�n de la historia universal. As�, este eje Oriente-Occidente contiene, simult�neamente, una sucesi�n y una rivalidad civilizatoria y, por ello, es mucho m�s conflictivo que el eje Norte-Sur, que se constituye por la relaci�n entre la civilizaci�n y su contrario, la naturaleza y el salvaje. Aqu� no hay conflicto propiamente porque la civilizaci�n tiene una primac�a natural sobre lo que no es civilizado. Seg�n Hegel, �frica no forma parte siquiera de la historia universal. Para Occidente, Oriente es siempre una amenaza, mientras que el Sur es apenas un recurso. La superioridad de Occidente reside en .ser simult�neamente Occidente y Norte.

Los cambios en la construcci�n simb�lica de Oriente a lo largo del milenio encuentran su correspondiente en las transformaciones de la econom�a mundial. Hasta el siglo XV, podemos decir que Europa, y por tanto Occidente, es la periferia de un sistema-mundo con su centro localizado en Asia central y en la India. S�lo a partir de la mitad del milenio, con los descubrimientos, ese sistema-mundo es sustituido por otro, capitalista y planetario, cuyo centro es Europa.

A inicios del milenio, las cruzadas son la primera gran confirmaci�n de Oriente como amenaza. La conquista de Jerusal�n por los turcos y la creciente vulnerabilidad de los cristianos de Constantinopla frente al avance del Islam fueron los motivos de la guerra santa. Alentada por el papa Urbano II, una oleada de celo religioso invadi� Europa, reivindicando para los cristianos el derecho inalienable a la tierra prometida. Las peregrinaciones a la tierra santa y el santo sepulcro, que en ese momento movilizaban a multitudes —treinta a�os antes de la primera cruzada algunos obispos organizaron una peregrinaci�n de siete mil personas, una Jornada laboriosa del Rin al Jord�n (Gibbon 1928, 31)—, fueron el preludio de la guerra contra el infiel. Una guerra santa que reclut� a sus soldados tanto con la concesi�n papal de otorgar indulgencia plena (absoluci�n de todos los pecados y cancelaci�n de las penitencias acumuladas) a todos los que se alistaran bajo la bandera de la cruz, como con el imaginario de los para�sos orientales, sus tesoros, minas de oro y diamantes, palacios de m�rmol y cuarzo y r�os de leche y miel. Como cualquier otra guerra santa, �sta supo multiplicar a los enemigos de la fe para ejercitar su vigor y, por eso, mucho antes de Jerusal�n, en plena Alemania, la cruzada saci� su sed de sangre y de pillaje, por primera vez, contra los jud�os.

Las sucesivas cruzadas y sus vicisitudes sellaron la concepci�n de Oriente que domin� durante todo el milenio: Oriente como civilizaci�n temida y temible y como recurso para ser explotado por la guerra y el comercio. Esa fue la concepci�n que presidi� los descubrimientos planeados en la Escuela de Sagres, aunque los Portugueses no dejaron de imprimirle su propio retoque. Tal vez debido a su posici�n geogr�fica perif�rica en Occidente, vieron a Oriente con menos rigidez: como la civilizaci�n temida y admirada a la vez. El rechazo violento iba acompa�ado de veneraci�n, y los intereses del comercio marcaban el predominio de una u otro. Por otro lado, el descubrimiento del camino mar�timo hacia la India es el m�s occidental de todos los descubrimientos, en la medida en que las costas de �frica oriental y el Oc�ano Indico hab�an sido descubiertas mucho tiempo antes por las fiotas �rabes e indias.

La concepci�n sobre Oriente que predomin� en el milenio occidental tuvo su consagraci�n cient�fica en el siglo XIX con el llamado orientalismo, concepci�n que domina en las ciencias y las humanidades europeas desde el final del siglo XVIII. Seg�n Said (1979, 300), esa concepci�n se asienta en los siguientes dogmas: una distinci�n total entre �nosotros�, los occidentales, y �ellos�, los orientales; Occidente es racional, desarrollado, humano, superior, mientras que Oriente es aberrante, subdesarrollado e inferior; Occidente es din�mico, diverso, capaz de autotransformaci�n y autodefinici�n, mientras que Oriente es est�tico, eterno, uniforme, incapaz de autorrepresentarse; Oriente es temible (ya sea por el peligro amarillo, las hordas mongoles o los fundamentalistas isl�micos) y tiene que ser controlado por Occidente (mediante la guerra, ocupaci�n, pacificaci�n, investigaci�n cient�fica, ayuda para el desarrollo, etc�tera).

La contraparte del orientalismo fue la idea de superioridad intr�nseca de Occidente, la conjunci�n en esta zona del mundo de una serie de caracter�sticas peculiares que volvieron posible, aqu� y s�lo aqu�, un desarrollo cient�fico, cultural, econ�mico y pol�tico sin precedentes. Max Weber (1988) fue uno de los grandes teorizadores del predominio inevitable de Occidente. El hecho de que Joseph Needham (1954) y otros hayan demostrado que, hasta el siglo XV, la civilizaci�n china no era en nada inferior a la occidental no repercuti�, hasta hoy, en el sentido com�n occidental sobre la superioridad gen�tica, por as� decir, de Occidente.

Llegamos al comienzo del tercer milenio prisioneros de la misma concepci�n sobre Oriente. Hay que destacar, adem�s, que las concepciones asentadas en contrastes dicot�micos tienen siempre un fuerte componente de especulaci�n: cada uno de los t�rminos de la distinci�n se mira en el espejo del otro. Si es verdad que las cruzadas sellaron la concepci�n sobre Oriente que prevalece hoy en Occidente, no es menos cierto que, para el mundo musulm�n, las cruzadas —ahora llamadas guerras o invasiones francas—- conformaron una imagen de Occidente —un mundo b�rbaro, arrogante, intolerable, incumplido en sus compromisos—- que igualmente domina hasta hoy (Maalouf 1983).

Las referencias emp�ricas de la concepci�n que tiene Occidente sobre Oriente cambiaron a lo largo del milenio, pero la estructura que les da sentido se mantuvo intacta. En una econom�a globalizada, Oriente, en cuanto recurso, fue profundamente reelaborado. Es hoy, sobre todo, un inmenso mercado por explorar, y China es el cuerpo material y simb�lico de ese Oriente. Por alg�n tiempo m�s, Oriente ser� todav�a un recurso petrol�fero, y la Guerra del Golfo es la expresi�n del valor del petr�leo en la estrategia del Occidente hegem�nico. Pero, adem�s de todo, Oriente contin�a siendo una civilizaci�n temida o temible. Sobre dos formas principales, una de matriz pol�tica —el llamado �despotismo oriental�— y otra de matriz religiosa —el llamado �fundamentalismo isl�mico�—, Oriente sigue siendo el otro civilizatorio de Occidente, una amenaza permanente contra la que se exige una vigilancia incansable. Oriente sigue siendo un lugar peligroso, cuya peligrosidad crece con su geometr�a.

La mano que traza las l�neas del peligro es la del miedo y, por eso, el tama�o de la fortaleza que la exorciza var�a de acuerdo con la percepci�n de la vulnerabilidad. Cuanto mayor sea la percepci�n de la vulnerabilidad de Occidente, mayor es el tama�o de Oriente. �De ah� que los defensores de la alta vulnerabilidad no se contenten con una concepci�n restringida de Oriente, de tipo �fundamentalismo isl�mico�, y apunten hacia una concepci�n mucho m�s amplia, la �alianza confucionista isl�mica�, de la que habla Samuel Huntington? Se trata, finalmente, de la lucha de Occidente contra el resto del mundo. Contrariamente a lo que podr�a parecer, la percepci�n de la alta vulnerabilidad, lejos de ser una manifestaci�n de debilidad, es una manifestaci�n de fuerza y se traduce en la potenciaci�n de la agresividad. S�lo quien es fuerte puede justificar el ejercicio de la fuerza a partir de la vulnerabilidad.

Un Occidente sitiado, altamente vulnerable, no se limita a ampliar el tama�o de Oriente; restringe su propio tama�o. Esta restricci�n tiene un efecto perverso: la creaci�n de Orientes dentro de Occidente. Este es el significado de la guerra de Kosovo: un Occidente esclavo transformado en una forma de despotismo oriental. Esta es la raz�n por la que los kosovares, para estar del lado �correcto� de la historia, no pueden ser isl�micos. Tienen que ser minor�as �tnicas.

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El salvaje

Si Oriente es para Occidente un espacio de alteridad, el salvaje es el espacio de la inferioridad. El salvaje es la diferencia incapaz de constituirse en alteridad. No es el otro porque no es siquiera plenamente humano 17. Su diferencia es la medida de su inferioridad. Por eso, lejos de constituir una amenaza civilizatoria, es tan s�lo la amenaza de lo irracional. Su valor es el de su utilidad. S�lo vale la pena confrontarlo en la medida en que es un recurso o una v�a de acceso a un recurso. La incondicionalidad de los fines —la acumulaci�n de metales preciosos, la expansi�n de la fe— justifica el total pragmatismo de los medios: esclavitud, genocidio, apropiaci�n, conversi�n, asimilaci�n.

Los jesuitas, despachados al servicio de Joao III hacia Brasil y Jap�n casi al mismo tiempo, fueron los primeros en testimoniar la diferencia entre Oriente y el salvaje:

Entre Brasil y ese vasto Oriente la disparidad era inmensa. Ah�, pueblos de una civilizaci�n exquisita [...} Aqu� selvas v�rgenes y salvajes desnudos. Para el aprovechamiento de la tierra poco se podr�a contar con su dispersa poblaci�n ind�gena, cuya cultura no sobrepasaba la edad de piedra. Era necesario poblarla, establecer en la tierra inculta una verdadera �colonizaci�n�. Muy distinto que en el Oriente superpoblado donde India, Jap�n y sobre todo China hab�an deslumbrado, en plena Edad Media, los ojos y la imaginaci�n de Marco Polo (De Anchieta 1984).

La idea del salvaje pas� por varias metamorfosis a lo largo del milenio. Su antecedente conceptual se encuentra en la teor�a de la "esclavitud natural� de Arist�teles. De acuerdo con esta teor�a, la naturaleza cre� dos partes, una superior, destinada a mandar, y otra inferior, destinada a obedecer. As�, es natural que el hombre libre mande al esclavo, el marido a la mujer, el padre al hijo. En cualquiera de estos casos quien obedece est� total o parcialmente privado de raz�n y voluntad y, por eso, est� interesado en ser tutelado por quien las posee plenamente. En el caso del salvaje, esta dualidad alcanza una expresi�n extrema en la medida en que no es siquiera plenamente humano; medio animal, medio hombre, monstruo, demonio, etc. Esta matriz conceptual vari� a lo largo del milenio y, tal como sucedi� con Oriente, fue la econom�a pol�tica y simb�lica de la definici�n de �nosotros� la que determin� la definici�n de �ellos�. Si es verdad que dominaron las visiones negativas del salvaje, no es menos cierto que las concepciones pesimistas de �nosotros�, de Montaigne a Rousseau, de Las Casas a Vieira, estuvieron en la base de las visiones positivas del salvaje en tanto que �buen salvaje�.

En el segundo milenio, Am�rica y �frica fueron el lugar por excelencia del salvaje, en tanto que descubrimientos imperiales. Y tal vez Am�rica m�s que �frica, considerando el modelo de conquista y colonizaci�n que prevaleci� en el �Nuevo Mundo�, como significativamente fue designado por Americo Vespucio el continente que romp�a la geograf�a del mundo antiguo confinado a Europa, Asia y �frica. De hecho el debate fundador sobre la concepci�n del salvaje en el segundo milenio se suscita con referencia a Am�rica y a los pueblos indios sometidos al yugo europeo. Este debate que, en contra de las apariencias, esta hoy tan abierto como hace cuatrocientos a�os, se inicia con los descubrimientos de Crist�bal Colon y Pedro �lvarez Cabral y alcanza su cl�max en la �Disputa de Valladolid�, convocada en 1550 por Carlos V, en la que se confrontaron dos discursos paradigm�ticos sobre los pueblos ind�genas y su dominaci�n, protagonizados por Juan Giries de Sep�lveda y Bartolom� de Las Casas. Para Sep�lveda, sustentado en Arist�teles, es justa la guerra contra los indios porque son los �esclavos naturales�, seres inferiores, hom�nculos, pecadores inveterados, que deben ser integrados en la comunidad cristiana por la fuerza, al grado de llegar a la eliminaci�n, si fuera necesario. El amor al pr�jimo, dictado por una moral superior, puede llegar as�, sin contradicci�n, a justificar la destrucci�n de los pueblos indios: en la medida en que se resisten a la dominaci�n �natural y justa� de los seres superiores, los indios son culpables de su propia destrucci�n. Son integrados o destruidos por su propio beneficio {Sep�lveda 1979).

A este paradigma del descubrimiento imperial, basado en la violencia civilizatoria de Occidente, contrapone Las Casas su lucha por la liberaci�n y la emancipaci�n de los pueblos indios, a quienes consideraba seres racionales y libres, dotados de cultura e instituciones propias, con quienes la �nica relaci�n legitima era el di�logo constructivo sustentado en razones persuasivas “suavemente atractivas y exhortativas de la voluntad” (Las Casas 1992). Fustigando la hipocres�a de los conquistadores, como m�s tarde har� el padre Antonio Vieira, Las Casas denuncia la declaraci�n de inferioridad de los indios como un artificio para compatibilizar la m�s brutal explotaci�n con el inmaculado cumplimiento de los dictados de la fe y las buenas costumbres.

Pero a�n con el brillo de Las Casas fue el paradigma de Sep�lveda el que prevaleci� porque era el �nico compatible con las necesidades del nuevo sistema mundial capitalista centrado en Europa.

En el terreno concreto de los misioneros dominaron casi siempre las ambig�edades y los compromisos entre los dos paradigmas. El padre Jos� de Anchieta es tal vez uno de los primeros ejemplos. A�n con repugnancia por la antropofagia y la concupiscencia de los brasiles, �gente bestial y carnicera�, el padre De Anchieta encuentra leg�timo sujetarlos bajo el yugo de Cristo, porque �as� [...] ser�n obligados a hacer, por la fuerza, aquello a lo que no es posible conducirlos por amor� 18, al tiempo que sus superiores de Roma le recomendaban evitar fricciones con los Portugueses �porque es importante mantenerlos ben�volos� 19 . Pero, por otro lado, igual que Las Casas, De Anchieta se enreda en el conocimiento de las costumbres y las lenguas ind�genas y ve en los ataques de los indios a los Portugueses un castigo divino �por las muchas sinrazones que han hecho a esta naci�n antes nuestros amigos, asalt�ndolos, captur�ndolos y mat�ndolos, muchas veces con muchas mentiras y enga�os� 20 . Casi veinte anos despu�s, De Anchieta se lamentar�a de que �la mayor parte de los indios, naturales de Brasil, se ha consumido, y algunos pocos, que se han conservado con la diligencia y trabajo de la Compa��a, est�n tan oprimidos que en poco tiempo se desgastar�n� 21 -

Con matices, es el paradigma de Sep�lveda el que prevalece todav�a hoy marcando la posici�n occidental sobre los pueblos amerindios y africanos. Expulsada de las declaraciones universales y de los discursos oficiales es, sin embargo, la posici�n que domina las conversaciones privadas de los agentes de Occidente en el Tercer Mundo, ya sean embajadores, funcionarios de la ONU, del Banco Mundial o del Fondo Monetario Internacional, empresarios, etc. Es ese discurso privado sobre negros e indios lo que moviliza subterr�neamente los proyectos de desarrollo despu�s embellecidos p�blicamente con declaraciones de solidaridad y derechos humanos.

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La naturaleza

La naturaleza es el tercer gran descubrimiento del segundo milenio, concomitante, por cierto, al del salvaje amerindio. Si el salvaje es, por excelencia, el lugar de la inferioridad, la naturaleza lo es de la exterioridad. Pero, como lo que es exterior no pertenece y lo que no pertenece no es reconocido como igual, el lugar de la exterioridad es tambi�n el de la inferioridad. Igual que el salvaje, la naturaleza es simult�neamente una amenaza y un recurso. Es una amenaza tan irracional como el salvaje, pero, en el caso de la naturaleza, la irracionalidad deriva de la falta de conocimiento sobre ella, un conocimiento que permita dominarla y usarla plenamente como recurso. La violencia civilizatoria que, en el caso de los salvajes, se ejerce a trav�s de la destrucci�n de los conocimientos nativos tradicionales y de la inculcaci�n del conocimiento y la fe �verdaderos�, en el caso de la naturaleza se ejerce a trav�s de la producci�n de un conocimiento que permita transformarla en recurso natural. En ambos casos, no obstante, las estrategias de conocimiento son b�sicamente estrategias de poder y dominaci�n. El salvaje y la naturaleza son, de hecho, las dos caras del mismo designio: domesticar la �naturaleza salvaje�, convirti�ndola en un recurso natural. Es esa voluntad �nica de domesticar la que vuelve tan ambigua y fr�gil la distinci�n entre recursos naturales y humanos tanto en el siglo XVI como hoy.

De la misma manera que la construcci�n del salvaje, tambi�n la de la naturaleza obedeci� a las exigencias de la constituci�n del nuevo sistema mundial centrado en Europa. En el caso de la naturaleza, esa construcci�n se sustento en una portentosa revoluci�n cient�fica de donde salio la ciencia tal y como hoy la conocemos, la ciencia moderna. De Galileo a Newton, de Descartes a Bacon, emerge un nuevo paradigma cient�fico que separa la naturaleza de la cultura y de la sociedad, y la somete a una predeterminaci�n bajo leyes matem�ticas. El dios que justifica la sumisi�n de los indios tiene, en el caso de la naturaleza, su equivalente funcional en las leyes que hacen coincidir previsiones con acontecimientos y transforman esa coincidencia en la prueba de sumisi�n de la naturaleza. Siendo una interlocutora tan est�pida e imprevisible como el salvaje, la naturaleza no puede ser comprendida sino apenas explicada, y explicarla es la tarea de la ciencia moderna. Para ser convincente y eficaz, este descubrimiento de la naturaleza no puede cuestionar la naturaleza del descubrimiento. Y, con el tiempo, lo que no puede ser cuestionado deja de ser una cuesti�n, se vuelve evidente.

Este paradigma de construcci�n de la naturaleza, a pesar de presentar algunos indicios de crisis, sigue siendo el dominante. Dos de sus consecuencias tienen una preeminencia especial al final del milenio: la crisis ecol�gica y la cuesti�n de la biodiversidad. Transformada en recurso, la naturaleza no tiene otra l�gica que la de ser explotada hasta la extenuaci�n. Separada del hombre y de la sociedad, no es posible pensar en interacciones mutuas. Esa segregaci�n no permite formular equilibrios ni l�mites y por eso la ecolog�a s�lo puede afirmarse a trav�s de la crisis ecol�gica.

Por otro lado, la cuesti�n de la biodiversidad viene a replantear en un nuevo plano la superposici�n matricial entre el descubrimiento del salvaje y el de la naturaleza. No es casualidad que al final del milenio buena parte de la biodiversidad del planeta se encuentre en los territorios de los pueblos indios. Para ellos, la naturaleza nunca fue un recurso natural, fue siempre parte de su propia naturaleza como pueblos indios y, en consecuencia, la preservaron preserv�ndose siempre que pudieron escapar de la destrucci�n occidental. Hoy, a semejanza de lo que ocurri� en los albores del sistema capitalista mundial, las empresas transnacionales de la farmac�utica, la biotecnolog�a y la ingenier�a gen�tica procuran transformar a los indios en recursos pero no de trabajo sino en recursos gen�ticos, en instrumentos de acceso no ya al oro y la plata sino, a trav�s del conocimiento tradicional, a la flora y la fauna bajo la forma de biodiversidad.

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LOS LUGARES FUERA DE LUGAR

Identifiqu� los tres grandes descubrimientos matriciales del segundo milenio: Oriente como el lugar de la alteridad, el salvaje como el de la inferioridad y la naturaleza como el de la exterioridad. Son descubrimientos matriciales porque acompa�aron todo el milenio o buena parte de el, al punto que al comienzo del tercer milenio, y a pesar de algunos cuestionamientos, permanecen intactos en su capacidad de alimentar el modo como Occidente se ve a si mismo y a todo lo que no identifica consigo. El descubrimiento imperial no reconoce igualdad, derechos o dignidad en lo que descubre. Oriente es el enemigo, el salvaje es inferior y la naturaleza es un recurso a merced de los humanos. Como relaci�n de poder, el descubrimiento imperial es una relaci�n desigual y conflictiva, pero es tambi�n una relaci�n din�mica. �Por cu�nto tiempo el lugar des-cubierto mantiene el estatuto de descubierto? �Por cu�nto tiempo el lugar descubierto permanece en el lugar del descubrimiento? �Cu�l es el impacto del descubierto sobre el descubridor? �Puede ser descubierto el descubridor? �Puede el descubridor ser descubierto? �Son posibles los redescubrimientos?

El nuevo milenio es un tiempo propicio para los cuestionamientos. En el borde del tiempo, la perplejidad parece ser la forma menos da�ina de convivir con la dramatizaci�n de las opciones o con la falta de ellas. El sentimiento de urgencia es el resultado de la acumulaci�n de m�ltiples preguntas en la misma hora y lugar. Bajo el peso de la urgencia, las horas pierden minutos y los lugares se comprimen.

Y es bajo el efecto de esta urgencia y del desorden que provoca como los lugares descubiertos por el milenio occidental dan signos de inconformismo. En la intimidad, ese inconformismo coincide totalmente con el autocuestionamiento y la autorreflexi�n de Occidente. �Es posible sustituir el Oriente por la convivencia multicultural? �Es posible sustituir al salvaje por la igualdad en la diferencia y por la autodeterminaci�n? �Es posible sustituir la naturaleza por una humanidad que la incluya? �stas son las preguntas que este tercer milenio tratar� de responder.

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BIBLIOGRAF�A

Barradas, A. (1992), Ministros da Noite. Libro negro da expansao portuguesa.
Lisboa: Antigona.
De Anchieta, J. (1984), Obras completas, vol. 6. Lisboa: Loyola.
Gibbon, E. (1928), The Decline and Fall of the Roman Empire, 6 vols. London: J. M. Dent and Sons [Historia de la decadencia y ruina del Imperio romano, Madrid: Turner, 1984].
Godinho, V. M. (1988), �Que significa descubrir?�, en Novaes, A. (comp.), A descoberta do homen e do mundo. Sao Paulo: Companhia das Letras.
Las Casas, B. de (1992), Obras completas, t. X. Madrid: Alianza.
 Maalouf, A. (1983), As cruzadas vistas pelos Arabes. Lisboa: Difel [Las cruzadas vistas por los arabes, Madrid: Alianza, 1997].
 Montaigne, M. de (1998), Ensaios. Lisboa: Relogio D'Agua [Ensayos, 2 vols. Madrid: Catedra, 1985].
Needham, J. (1954), Science and Civilizaci�n in China, 6 vols. Cambridge: CUP.
Said, E. (1979), Orientalism. New York: Vintage Books [Orientalismo. Madrid: Libertarias-Prodhufi, 1990].
Sep�lveda, J. G. de (1979), Tratado sobre las justas causas de la guerra contra los indios. Mexico: FCE.
Weber, M. (1988), La �tica protestante y el esp�ritu del capitalismo. Barcelona:
Pen�nsula.

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NOTAS

15. Traducido por Ana Esther Cece�a de su versi�n original ("Oriente: Entre diferen�as e desencontros�, Noticias do Milenio, 1999, pp. 44-51) para su publicaci�n en Chiapas, 11. M�xico: Instituto de Investigaciones Econ�micas, Universidad Nacional Aut�noma de M�xico, Ediciones Era, 2001, pp. 17-27.
16. Vitorino Magalhaes Godinho, a pegar de criticar a quienes cuestionan el concepto de descubrimiento en el contexto de la expansi�n europea, reconoce que descubrimiento en sentido pleno s�lo existi� en el caso del descubrimiento de las islas desiertas (Madeira, Azores, islas de Cabo Verde, Sao Tome y Pr�ncipe, Ascensao, Santa Helena, islas de Tristao da Cunha).
17. En uno de los relatos recogidos por Ana Barradas {1992) los indios son descritos como -verdaderos seres inhumanos, bestias de la selva incapaces de comprender la fe cat�lica [...], salvajes dispersos, feroces y viles, se parecen en todo a los animales salvajes menos en la forma humana [...]�.
18. De Anchieta (1984). Carta del 1� de octubre de 1554, p. 79.
19. De Anchieta (1984). Carta del general Everardo para el padre Jos� de Anchieta del 19 de agosto de 1579, p. 299.
20. De Anchieta (1984). Carta del 8 de enero de 1565, p. 210.
21. De Anchieta (1984). Carta del 7 de agosto de 1583, p. 338.
22. El proyecto puede ser consultado en www.ces.uc.pt/einancipa. Los principales resultados de la investigaci�n ser�n publicados en siete vol�menes. En Brasil est�n ya publicados los cinco primeros: Santos 2002a; 2002b y 2003. En Portugal se publicaron los dos primeros en octubre de 2003, en las Edi�oes Afrontamento. Est� prevista su publicaci�n en M�xico (Fondo de Cultura Econ�mica), en Jnglaterra (Verso) y en Italia (Citta Aperta Edizioni).
23. El t�rmino de Leibniz me ha servido para situar el trabajo de reflexi�n te�rica y epistemol�gica que he realizado durante los �ltimos a�os. El titulo del libro en que doy  cuenta de esa reflexi�n es testimonio de lo que digo: A cr�tica da razao indolente. Contra o desperdicio da experiencia (Santos 2000). En el presente cap�tulo me propongo dar un paso m�s en esa reflexi�n.
24. Uso el concepto de metonimia, una figura de discurso emparentada con la sin�cdoque, para significar la parte por el todo.
25. Uso el concepto de prolepsis, una t�cnica narrativa frecuente, para significar el conocimiento del futuro en el presente.
26. Sobre la necesidad de una nueva configuraci�n de los saberes que vaya �m�s all� de las dos culturas�, cf. Nunes (1998-1999). Ver tambi�n el cap�tulo 1 de este libro.
27. Para una primera cr�tica de la raz�n indolente, cf. mi b�squeda de un nuevo sentido com�n (Santos 1995; 2000).
28. En Occidente, la cr�tica tanto de la raz�n meton�mica como de la raz�n prol�ptica tiene una larga tradici�n. Restringi�ndome a la era moderna, puede remontarse al romanticismo y surge, de diferentes formas, en Kierkegaard, Nietzsche, en la fenomenolog�a, en el existencialismo y en el pragmatismo. La indolencia de los debates reside en que ellos, en general, no ponen en cuesti�n la descontextualizaci�n de la raz�n como algo separado de la realidad y por encima de ella. Por ello, a m� entender, la cr�tica m�s elocuente viene de aquellos para quienes la raz�n meton�mica y la prol�ptica no son simplemente un artefacto intelectual o un juego, sino la ideolog�a subyacente a un brutal sistema de dominaci�n, el sistema colonial. Gandhi (1929-1932, 1938, 1951, I960, 1972) y Marti (1963) son las dos voces m�s sobresalientes. En el contexto colonial, la raz�n indolente subyace a aquello que Quijano, Dussel, Mignolo y Lander Hainan la �colonialidad del poder�, una forma de poder que no termin� con el fin del colonialismo, sino que continu� dominando en las sociedades post-coloniales (Quijano 2000; Lander 2000; Mignolo 2000; Dussel 2001).

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HACIA UNA SOCIOLOG�A DE LAS AUSENCIAS Y UNA SOCIOLOG�A DE LAS EMERGENCIAS*

El presente cap�tulo resume la reflexi�n te�rica y epistemol�gica a que me condujo un proyecto de investigaci�n titulado �La reinvenci�n de la emancipaci�n social� dirigido por m�. Este proyecto se propuso estudiar las alternativas a la globalizaci�n neoliberal y al capitalismo global planteadas por los movimientos sociales y por las organizaciones no gubernamentales en su lucha contra la exclusi�n y la discriminaci�n en diferentes campos sociales y en diferentes pa�ses. El principal objetivo del proyecto consist�a en determinar en qu� medida la globalizaci�n alternativa pod�a ser producida desde abajo y cu�les eran sus posibilidades y l�mites. Eleg� seis pa�ses de diferentes continentes, cinco de los cuales son semiperif�ricos. Mi hip�tesis de trabajo era que los conflictos entre la globalizaci�n neoliberal hegem�nica y la globalizaci�n contrahegem�nica eran m�s intensos en estos pa�ses. Para confirmar tal hip�tesis, seleccion� tambi�n uno de los pa�ses m�s pobres del mundo: Mozambique. Los seis pa�ses elegidos, adem�s de Mozambique como pa�s perif�rico, fueron Sud�frica, Brasil, Colombia, India y Portugal. En estos pa�ses se identificaron iniciativas, movimientos, experiencias, en cinco �reas tem�ticas que condensaban m�s claramente los conflictos Norte/ Sur: democracia participativa; sistemas de producci�n alternativas y econom�a solidaria; multiculturalismo, derechos colectivos, pluralismo jur�dico y ciudadan�a cultural; alternativas a los derechos de propiedad intelectual y biodiversidad capitalistas; nuevo internacionalismo obrero. Como parte del proyecto, y con la intenci�n de identificar otros discursos o narrativas sobre el mundo, se llevaron a cabo extensas entrevistas con activistas o dirigentes de los movimientos o iniciativas sociales analizados 22. El proyecto condujo a una profunda reflexi�n epistemol�gica de la que resulto el presente capitulo.

Los factores y circunstancias que contribuyeron a dicha reflexi�n fueron los siguientes. En primer lugar, se trato de un proyecto dirigido fuera de los centros hegem�nicos de producci�n de la ciencia social, con el objetivo de crear una comunidad cient�fica internacional independiente de dichos centros. En segundo lugar, el proyecto implic� el cruce no s�lo de diferentes tradiciones te�ricas y metodol�gicas de las ciencias sociales, sino tambi�n de diferentes culturas y formas de interacci�n entre la cultura y el conocimiento, tanto como entre el conocimiento cient�fico y el conocimiento no cient�fico. En tercer lugar, el proyecto se traz� sobre el terreno de las luchas, iniciativas, movimientos alternativos, muchos de ellos locales, muchas veces procedentes de lugares remotos del mundo y, por ello, quiz� f�ciles de desacreditar como irrelevantes o demasiado fr�giles o localizados para ofrecer una alternativa cre�ble al capitalismo.

Los factores y circunstancias arriba descriptos me llevaron a tres conclusiones. En primer lugar, la experiencia social en todo el mundo es mucho m�s amplia y variada de lo que la tradici�n cient�fica o filos�fica occidental conoce y considera importante. En segundo lugar, esta riqueza social est� siendo desperdiciada. De este desperdicio se nutren las ideas que proclaman que no hay alternativa, que la historia lleg� a su fin, y otras semejantes. En tercer lugar, para combatir el desperdicio de la experiencia, para hacer visibles las iniciativas y movimientos alternativos y para darles credibilidad, de poco sirve recorrer la ciencia social tal y como la conocemos. A fin de cuentas, esa ciencia es responsable por esconder o desacreditar las alternativas. Para combatir el desperdicio de la experiencia social, no basta con proponer otro tipo de ciencia social. Es necesario, pues, proponer un modelo diferente de racionalidad. Sin una cr�tica de dicho modelo de racionalidad occidental, dominante al menos desde hace dos siglos, todas las propuestas presentadas por el nuevo an�lisis social, por m�s alternativas que se juzguen, tender�n a reproducir el mismo efecto de ocultaci�n y descr�dito.

En este cap�tulo procedo a una cr�tica de este modelo de racionalidad al que, siguiendo a Leibniz, llamo raz�n indolente, y propongo los proleg�menos de otro modelo, que designo como raz�n cosmopolita 23.2.

Propongo fundar tres proyectos sociol�gicos en esta raz�n cosmopolita: la sociolog�a de las ausencias, la sociolog�a de las emergencias y el trabajo de traducci�n.

Los puntos de partida son tres. En primer lugar, la comprensi�n del mundo excede en mucho a la comprensi�n occidental del mundo. En segundo lugar, la comprensi�n del mundo y la forma como ella crea y legitima el poder social tiene mucho que ver con concepciones del tiempo y de la temporalidad. En tercer lugar, la caracter�stica m�s fundamental de la concepci�n occidental de la racionalidad es el hecho de, por un lado, contraer el presente y, por otro, expandir el futuro. La contracci�n del presente, originada por una peculiar concepci�n de la totalidad, transform� el presente en un instante huidizo, atrincherado entre el pasado y el futuro. Del mismo modo, la concepci�n lineal del tiempo y la planificaci�n de la historia permitieron expandir el futuro indefinidamente. Cuanto m�s amplio es el futuro, m�s luminosas son las expectativas confrontadas con las experiencias del presente. En los a�os cuarenta, Ernst Bloch (1995, 313) se interrogaba perplejo: si vivimos s�lo en el presente, �por qu� raz�n es tan fugaz? Es la misma perplejidad que subyace a mi reflexi�n en este cap�tulo.

Propongo una racionalidad cosmopolita que, en esta fase de transici�n, seguir� la trayectoria inversa: expandir el presente y contraer el futuro. S�lo as� ser� posible crear el espacio-tiempo necesario para conocer y valorar la inagotable experiencia social que est� en curso en el mundo de hoy. En otras palabras, s�lo as� ser� posible evitar el gigantesco desperdicio de la experiencia que sufrimos hoy d�a. Para expandir el presente, propongo una sociolog�a de las ausencias; para contraer el futuro, una sociolog�a de las emergencias. Dado que vivimos, como muestran Prigogine (1997) y Wallerstein (1999), en una situaci�n de bifurcaci�n, la inmensa diversidad de experiencias sociales revelada por estos procesos no puede ser explicada adecuadamente por una teor�a general. En vez de ello, propongo el trabajo de traducci�n, un procedimiento capaz de crear una inteligibilidad mutua entre experiencias posibles y disponibles sin destruir su identidad.

La indolencia de la raz�n criticada en este ensayo se da bajo cuatro formas diferentes: la raz�n impotente, aquella que no se ejerce porque piensa que nada puede hacer contra una necesidad concebida como exterior a ella misma; la raz�n arrogante, que no siente la necesidad de ejercerse porque se imagina incondicionalmente libre y, por consiguiente, libre de la necesidad de demostrar su propia libertad; la raz�n meton�mica, que se reivindica como la �nica forma de racionalidad y, por consiguiente, no se dedica a descubrir otros tipos de racionalidad o, si lo hace, es s�lo para convertirlas en materia prima 24; y la raz�n prol�ptica, que no tiende a pensar el futuro porque juzga que lo sabe todo de el y lo concibe como una superaci�n lineal, autom�tica e infinita del presente 25.

La raz�n indolente subyace, en sus variadas formas, al conocimiento hegem�nico, tanto filos�fico como cient�fico, producido en Occidente en los �ltimos doscientos anos. La consolidaci�n del Estado liberal en Europa y en Am�rica del Norte, las revoluciones industriales y el desarrollo capitalista, el colonialismo y el imperialismo constituyeron el contexto sociopol�tico bajo el que la raz�n indolente se despleg�. Las excepciones parciales, el romanticismo y el marxismo, no fueron ni suficientemente fuertes ni suficientemente diferentes para poder ser una alternativa a la raz�n indolente. Por ello, la raz�n indolente cre� el marco para los grandes debates filos�ficos y epistemol�gicos de los dos �ltimos siglos y, de hecho, los presidi�. Por ejemplo, la raz�n impotente y la raz�n arrogante formatearon el debate entre estructuralismo y existencialismo. No sorprende que estos debates hayan sido intelectualmente indolentes. A su vez, la raz�n meton�mica se apropi� de debates antiguos, como el debate entre holismo y atomismo, y constituy� otros, como, por ejemplo, el Metbodenstreit [disputa sobre el m�todo] entre las ciencias nomot�ticas y las ciencias ideogr�ficas, entre la explicaci�n y la comprensi�n. En los a�os sesenta del siglo XX, presidi� el debate sobre las dos culturas abanderado por C. P. Snow (1959; 1964). En este debate, la raz�n meton�mica a�n se consideraba a s� misma como una totalidad, si bien ya no tan monol�tica. El debate se profundiz� en los anos ochenta y noventa con la epistemolog�a feminista, los estudios culturales y los estudios sociales de la ciencia. Al analizar la heterogeneidad de las pr�cticas y de las narrativas de la ciencia, las nuevas epistemolog�as pulverizaron a�n m�s esa totalidad y transformaron las dos culturas en una pluralidad poco estable de culturas. Pero la raz�n meton�mica continu� presidiendo los debates incluso cuando se introdujo en ellos el tema del multiculturalismo y la ciencia paso a verse como multicultural. Los otros saberes, no cient�ficos ni filos�ficos, y, sobre todo, los saberes no occidentales, continuaron hasta hoy en gran parte fuera del debate.

En lo que respecta a la raz�n prol�ptica, la planificaci�n de la historia que formul�, domin� los debates sobre el idealismo y el materialismo dial�cticos, sobre el historicismo y el pragmatismo. A partir de la d�cada de 1980, fue criticada sobre todo por las teor�as de la complejidad y las teor�as del caos. La raz�n prol�ptica, asentada en la idea lineal de progreso, se vio confrontada con las ideas de entrop�a y cat�strofe, aunque de dicho conflicto no haya resultado hasta el momento alguna alternativa.

El debate generado por las �dos culturas� y por las varias terceras culturas que surgieron de el —las ciencias sociales (Lepenies 1988) o la popularizaci�n de la ciencia (Brockman 1995) 26 — no afect� al dominio de la raz�n indolente en cualquiera de sus cuatro formas: raz�n impotente (determinismo), raz�n arrogante (libre arbitrio, constructivismo), raz�n meton�mica (la parte tomada por el todo) y raz�n prol�ptica {el dominio del futuro bajo la forma de planificaci�n de la historia y del dominio de la naturaleza). Por eso no hubo alguna reestructuraci�n del conocimiento. Ni pod�a haberla, en mi opini�n, dado que la indolencia de la raz�n se manifiesta, entre otras formas, en el modo como se resiste al cambio de las rutinas y c�mo transforma intereses hegem�nicos en conocimientos verdaderos. Desde mi perspectiva, para que se den cambios profundos en la estructuraci�n de los conocimientos es necesario comenzar por cambiar la raz�n que preside tanto los conocimientos como su propia estructuraci�n. En suma, es preciso desafiar la raz�n indolente.

En este cap�tulo me enfrento a la raz�n indolente en dos de sus formas, la raz�n meton�mica y la raz�n prol�ptica 27. Las otras dos formas son aparentemente m�s antiguas y han suscitado mucho m�s debate (el debate sobre el determinismo o libre arbitrio; el debate sobre realismo o constructivismo). Sin embargo, en mi opini�n, las dos primeras son verdaderamente las formas fundacionales y por ello, al no haber sido cuestionadas, los debates a que nos referimos se han revelado insolubles.

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CR�TICA DE LA RAZ�N METON�MICA

La raz�n meton�mica esta obcecada por la idea de totalidad bajo la forma de orden. No hay comprensi�n ni acci�n que no se refiera a un todo, el cual tiene primac�a absoluta sobre cada una de las partes que lo componen. Por esa raz�n, hay s�lo una l�gica que gobierna tanto el comportamiento del todo como el de cada una de sus partes. Hay, pues, una homogeneidad entre el todo y las partes y �stas no tienen existencia fuera de la relaci�n con la totalidad. Las variaciones posibles del movimiento de las partes no afectan al todo y son vistas como particularidades. La forma m�s acabada de totalidad para la raz�n meton�mica es la dicotom�a, ya que combina, del modo m�s elegante, la simetr�a con la jerarqu�a. La simetr�a entre las partes es siempre una relaci�n horizontal que oculta una relaci�n vertical. Esto es as� porque, al contrario de lo que es proclamado por la raz�n meton�mica, el todo es menos y no m�s que el conjunto de las partes. En verdad, el todo es una de las partes transformada en t�rmino de referencia para las dem�s. Por ello, todas las dicotom�as sufragadas por la raz�n meton�mica contienen una jerarqu�a: cultura cient�fica/cultura literaria; conocimiento cient�fico/conocimiento tradicional; hombre/mujer; cultura/naturaleza; civilizado/primitivo; capital/trabajo; blanco/negro; Norte/Sur; Occidente/Oriente; y as� sucesivamente.

Hoy d�a esto es bastante conocido, por lo que me centrar� en las dos principales consecuencias 28. En primer lugar, como no existe nada fuera de la totalidad que sea o merezca ser inteligible, la raz�n meton�mica se afirma como una raz�n exhaustiva, exclusiva y completa, aunque sea s�lo una de las l�gicas de racionalidad que existen en el mundo y sea s�lo dominante en los estratos del mundo comprendidos por la modernidad occidental. La raz�n meton�mica no es capaz de aceptar que la comprensi�n del mundo es mucho m�s que la comprensi�n occidental del mundo. En segundo lugar, para la raz�n meton�mica ninguna de las partes puede ser pensada fuera de la relaci�n con la totalidad. El Norte no es inteligible fuera de la relaci�n con el Sur, tal y como el conocimiento tradicional no es inteligible sin la relaci�n con el conocimiento cient�fico o la mujer sin el hombre. As�, no es admisible que alguna de las partes tenga vida propia m�s all� de la que le es conferida por la relaci�n dicot�mica y mucho menos que pueda, adem�s de parte, ser otra totalidad. Por eso, la comprensi�n del mundo que la raz�n meton�mica promueve no es s�lo parcial, es internamente muy selectiva. La modernidad occidental, dominada por la raz�n meton�mica, no s�lo tiene una comprensi�n limitada del mundo, sino una comprensi�n limitada de s� misma.

Antes de dedicarme de lleno a los procedimientos que sustentan la comprensi�n y vigilan policialmente sus l�mites, es necesario explicar c�mo una racionalidad tan limitada alcanzo tama�a primac�a en los �ltimos doscientos a�os. La raz�n meton�mica es, junto a la raz�n prol�ptica, la respuesta de un Occidente que hab�a apostado, en el progreso de transformaci�n capitalista del mundo, por marginarse cultural y filos�ficamente con respecto al Oriente. Como Karl Jaspers y otros mostraran, Occidente se constituy� como una parte tr�nsfuga de una matriz fundadora: el Oriente (Jaspers 1951; 1976; Marramao 1995, 160) 29.

Esa matriz fundadora es verdaderamente totalizadora, dado que abarca una multiplicidad de mundos (terrenos y ultraterrenos) y una multiplicidad de tiempos (pasados, presentes, futuros, c�clicos, lineales, simult�neos). Como tal, no reivindica la totalidad ni subordina a s� misma las partes que la constituyen. Es una matriz antidicot�mica, puesto que no tiende a controlar ni vigilar policialmente sus l�mites. Por el contrario, Occidente, consciente de su excentricidad con respecto a tal matriz, recupera de ella apenas lo que puede favorecer la expansi�n del capitalismo. De esa forma, la multiplicidad de mundos es reducida al mundo terreno, y la multiplicidad de tiempos, al tiempo lineal.

Dos procesos presiden tal reducci�n. La reducci�n de la multiplicidad de los mundos al mundo terreno es realizada a trav�s del proceso de secularizaci�n y de laicizaci�n, analizado, entre muchos otros, por Weber (1958; 1963; 1968), Koselleck (1985) y Marramao (1995). La reducci�n de la multiplicidad de los tiempos al tiempo lineal es obtenida por medio de los conceptos que sustituyeron la idea de salvaci�n que ligaba la multiplicidad de los mundos, en particular el concepto de progreso y el concepto de revoluci�n sobre los que se fund� la raz�n prol�ptica. Esta concepci�n que trunc� la totalidad oriental, y precisamente por ello, se afirmo autoritariamente como totalidad e impuso homogeneidades a las partes que la componen. A partir de ella Occidente se apropi� productivamente del mundo y transform� el Oriente en un centro improductivo y estancado. Fue, asimismo, a partir de ella como Weber contrapuso la seducci�n improductiva del Oriente al desencanto del mundo occidental.

Como apunt� Giacomo Marramao (1995, 160), la supremac�a de Occidente, creada a partir de los m�rgenes, nunca se transform� culturalmente en una centralidad alternativa al Oriente. Por esa raz�n, la fuerza de la raz�n meton�mica occidental excedi� siempre a la fuerza de su fundamento. Es una fuerza minada por una debilidad que, sin embargo, es, parad�jicamente, la raz�n de su fuerza en el mundo. Esta dial�ctica entre fuerza y debilidad se tradujo en el desarrollo paralelo de dos pulsiones contradictorias: la Wills zur Macbt [voluntad de poder], de Hobbes a Nietzsche, Carl Schmitt y el nazismo/fascismo; y la Wille zur Ohn-macht [voluntad de impotencia], de Rousseau a Kelsen, de la democracia y el primado del derecho. Pero en cualquiera de ambas pulsiones est� presente la totalidad que, por haber sido truncada, ignora lo que no cabe en ella e impone su primac�a sobre las partes, las cuales, para que no huyan de su control, deben ser homogeneizadas como partes. Dado que es una raz�n insegura de sus fundamentos, la raz�n meton�mica no se inserta en el mundo por la v�a de la argumentaci�n y de la ret�rica. No da razones de s�; se impone por la eficacia de su imposici�n. Y esa eficacia se manifiesta por la doble v�a del pensamiento productivo y del pensamiento legislativo; as�, en vez de la razonabilidad de los argumentos y del consenso que tal doble v�a hace posible, priman la productividad y la coerci�n legitima.

Fundada en la raz�n meton�mica, la transformaci�n del mundo no puede ser acompa�ada por una adecuada comprensi�n del mundo. Esa inadecuaci�n signific� violencia, destrucci�n y silenciamiento para todos los que, fuera de Occidente, fueron sometidos a la raz�n meton�mica; y signific� alienaci�n, malaise y uneasiness en el propio Occidente. Esa incomodidad fue percibida por Walter Benjamin al mostrar la paradoja que en su �poca comenz� a dominar —y hoy lo hace mucho m�s— la vida en Occidente: la riqueza de los acontecimientos se traduce en pobreza de nuestra experiencia y no en riqueza 30. Esta paradoja coexist�a con otra: el hecho de que el v�rtigo de los cambios mudara frecuentemente en una sensaci�n de estancamiento.

Comienza hoy a ser evidente que la raz�n meton�mica disminuy� o sustrajo el mundo mientras lo expand�a o asimilaba de acuerdo con sus propias reglas. Aqu� reside la idea de progreso y, con ella, la crisis de la idea de totalidad que la funda. La versi�n abreviada del mundo fue hecha posible por una concepci�n del tiempo presente que lo reduce a un instante fugaz entre lo que ya no es y lo que a�n no es. Con ello, lo que es considerado contempor�neo es una parte extremadamente reducida de lo simult�neo. El mirar que ve a una persona cultivar la tierra con una azada no consigue ver en ella sino al campesino premoderno. A esto se refiere Koselleck cuando habla de la no contemporaneidad de lo contempor�neo (1985) sin, pese a ello, problematizar que en esa asimetr�a se oculta una jerarqu�a, la superioridad de quien establece el tiempo que determina la contemporaneidad. La contracci�n del presente esconde, as�, la mayor parte de la inagotable riqueza de las experiencias sociales en el mundo. Benjamin identific� el problema, pero no sus causas. La pobreza de la experiencia no es expresi�n de una carencia, sino de una arrogancia. La arrogancia de no querer verse, y mucho menos valorizar, la experiencia que nos rodea, dado que est� fuera de la raz�n a partir de la cual podr�amos identificarla y valorizarla.

La cr�tica de la raz�n meton�mica es, pues, una condici�n necesaria para recuperar la experiencia desperdiciada. Lo que est� en cuesti�n es la ampliaci�n del mundo a trav�s de la ampliaci�n del presente. S�lo a trav�s de un nuevo espacio-tiempo ser� posible identificar y valorizar la riqueza inagotable del mundo y del presente. Simplemente, ese nuevo espacio-tiempo presupone otra raz�n. Hasta ahora, la aspiraci�n de dilataci�n del presente ha sido formulada s�lo por creadores literarios. Un ejemplo entre muchos es la par�bola de Franz Kafka (1983) sobre la precariedad del hombre moderno comprimido entre dos fuertes adversarios, el pasado y el futuro 31.   

La dilataci�n del presente que aqu� se propone se basa en dos procedimientos que cuestionan la raz�n meton�mica en sus fundamentos. El primero consiste en la proliferaci�n de las totalidades. No se trata de ampliar la totalidad propuesta por la raz�n meton�mica, sino de hacerla coexistir con otras totalidades. El segundo consiste en mostrar que cualquier totalidad est� hecha de heterogeneidad y que las partes que la componen tienen una vida propia fuera de ella. O sea, su pertenencia a una totalidad dada es siempre precaria, sea porque las partes, m�s all� de su estatuto de partes, tienen siempre, por ]o menos latentemente, el estatuto de totalidad, sea porque las partes emigran de una totalidad hacia otra. Lo que propongo es un procedimiento denegado por la raz�n meton�mica: pensar los t�rminos de las dicotom�as fuera de las articulaciones y relaciones de poder que los unen, como primer paso para liberarlos de dichas relaciones, y para revelar otras relaciones alternativas que han estado ofuscadas por las dicotom�as hegem�nicas. Pensar el Sur como si no hubiese Norte, pensar la mujer como si no hubiese hombre, pensar el esclavo como si no hubiese se�or. El presupuesto de este procedimiento es que la raz�n meton�mica, al arrastrar estas entidades hacia dentro de las dicotom�as, no lo hizo con total �xito, ya que fuera de �stas quedaron componentes o fragmentos no socializados por el orden de la totalidad. Esos componentes o fragmentos han vagado fuera de esa totalidad como meteoritos perdidos en el espacio del orden sin poder ser percibidos y controlados por ella.

En la fase de transici�n en que nos encontramos, en que la raz�n meton�mica, a pesar de estar muy desacreditada, es a�n dominante, la ampliaci�n del mundo y la dilataci�n del presente tiene que comenzar por un procedimiento que denomino sociolog�a de las ausencias. Se trata de una investigaci�n que intenta demostrar que lo que no existe es, en verdad, activamente producido como no existente, esto es, como una alternativa no cre�ble a lo que existe. Su objeto emp�rico es considerado imposible a la luz de las ciencias sociales convencionales, por lo que su simple formulaci�n representa ya una ruptura con ellas. El objetivo de la sociolog�a de las ausencias es transformar objetos imposibles en posibles, y bas�ndose en ellos transformar las ausencias en presencias, centr�ndose en los fragmentos de la experiencia social no socializados por la totalidad meton�mica. �Qu� existe en el Sur que escapa a la dicotom�a Norte/Sur? �Qu� existe en la medicina tradicional que escapa a la dicotom�a medicina moderna/medicina tradicional? �Qu� existe en la mujer que es independiente de su relaci�n con el hombre? �Es posible ver lo que es subalterno sin tener en cuenta la relaci�n de subordinaci�n?.

No hay un modo �nico o un�voco de no existir, ya que son varias las l�gicas y los procesos a trav�s de los cuales la raz�n meton�mica produce la no existencia de lo que no cabe en su totalidad y en su tiempo lineal. Hay producci�n de no existencia siempre que una entidad dada es descalificada y tornada invisible, ininteligible o descartable de un modo irreversible. Lo que une a las diferentes l�gicas de producci�n de no existencia es que todas sean manifestaciones de la misma monocultura racional. Distingo cinco l�gicas o modos de producci�n de no existencia.

La primera l�gica deriva de la monocultura del saber y del rigor del saber. Es el modo de producci�n de no existencia m�s poderoso. Consiste en la transformaci�n de la ciencia moderna y de la alta cultura en criterios �nicos de verdad y de cualidad est�tica, respectivamente. La complicidad que une las �dos culturas� reside en el hecho de que se abrogan, en sus respectivos campos, ser c�nones exclusivos de producci�n de conocimiento o de creaci�n art�stica. Todo lo que el canon no legitima o reconoce es declarado inexistente. La no existencia asume aqu� la forma de ignorancia o de incultura.

La segunda l�gica se basa en la monocultura del tiempo lineal, la idea seg�n la cual la historia tiene sentido y direcci�n �nicos y conocidos. Ese sentido y esa direcci�n han sido formulados de diversas formas en los �ltimos doscientos a�os: progreso, revoluci�n, modernizaci�n, desarrollo, globalizaci�n. Com�n a todas estas formulaciones es la idea de que el tiempo es lineal y al frente del tiempo est�n los pa�ses centrales del sistema mundial y, junto a ellos, los conocimientos, las instituciones y las formas de sociabilidad que en ellos dominan. Esta l�gica produce no existencia declarando atrasado todo lo que, seg�n la norma temporal, es asim�trico en relaci�n a lo que es declarado avanzado. Bajo los t�rminos de esta l�gica, la modernidad occidental ha producido la no contemporaneidad de lo contempor�neo, la idea de que la simultaneidad esconde las asimetr�as de los tiempos hist�ricos que en ella convergen. El encuentro entre el campesino africano y el funcionario del Banco Mundial ilustra esta condici�n. En este caso, la no existencia asume la forma de residualizaci�n, la cual, a su vez, ha adoptado, a lo largo de los �ltimos doscientos a�os varias designaciones, la primera de las cuales fue la de lo primitivo, sigui�ndose otras como la de lo tradicional, lo premoderno, lo simple, lo obsoleto o lo subdesarrollado.

La tercera l�gica es la l�gica de la clasificaci�n social, la cual se asienta en la monocultura de la naturalizaci�n de las diferencias. Consiste en la distribuci�n de las poblaciones por categor�as que naturalizan jerarqu�as. La clasificaci�n racial y la clasificaci�n sexual son las manifestaciones m�s se�aladas de esta l�gica. Al contrario de lo que sucede con la relaci�n capital/trabajo, la clasificaci�n social se basa en atributos que niegan la intencionalidad de la jerarqu�a social. La relaci�n de dominaci�n es la consecuencia y no la causa de esa jerarqu�a y puede ser, incluso, considerada como una obligaci�n de quien es clasificado como superior (por ejemplo, �la carga del hombre blanco� en su misi�n civilizadora). Aunque las dos formas de clasificaci�n (raza y sexo) sean decisivas para que la relaci�n capital/trabajo se estabilice y profundice globalmente, la clasificaci�n racial fue la que el capitalismo reconstruy� con mayor profundidad, tal y como han mostrado, entre otros, Wallerstein y Balibar (1991.) y, de una manera m�s incisiva, Quijano (2000), Mignolo (2000) y Dussel (2001). De acuerdo con esta l�gica, la no existencia es producida bajo la forma de una interioridad insuperable en tanto que natural. Quien es inferior, lo es porque es insuperablemente inferior, y, por consiguiente, no puede constituir una alternativa cre�ble frente a quien es superior.

La cuarta l�gica de la producci�n de inexistencia es la l�gica de la escala dominante. En los t�rminos de esta l�gica, la escala adoptada como primordial determina la irrelevancia de todas las otras escalas posibles. En la modernidad occidental la escala dominante aparece bajo dos formas principales: lo universal y lo global. El universalismo es la escala de las entidades o realidades que se refuerzan independientemente de contextos espec�ficos. Por eso, se adjudica precedencia sobre todas las otras realidades que dependen de contextos y que, por tal raz�n, son consideradas particulares o vern�culas. La globalizaci�n es la escala que en los �ltimos veinte a�os adquiri� una importancia sin precedentes en los m�s diversos campos sociales. Se trata de la escala que privilegia las entidades o realidades que extienden su �mbito por todo el globo y que, al hacerlo, adquieren la prerrogativa de designar entidades o realidades rivales como locales 32. En el �mbito de esta l�gica, la no existencia es producida bajo la forma de lo particular y lo local. Las entidades o realidades definidas como particulares o locales est�n aprisionadas en escalas que las incapacitan para ser alternativas cre�bles a lo que existe de modo universal o global.

Finalmente, la quinta l�gica de no existencia es la l�gica productivista y se asienta en la monocultura de los criterios de productividad capitalista. En los t�rminos de esta l�gica el crecimiento econ�mico es un objetivo racional incuestionable, y, como tal, es incuestionable el criterio de productividad que mejor sirve a ese objetivo. Ese criterio se aplica tanto a la naturaleza como al trabajo humano. La naturaleza productiva es la naturaleza m�ximamente �til dado el ciclo de producci�n., en tanto que trabajo productivo es el trabajo que maximiza la generaci�n de lucros igualmente en un determinado ciclo de producci�n. Seg�n esta l�gica, la no existencia es producida bajo la forma de lo improductivo, la cual, aplicada a la naturaleza, es esterilidad y, aplicada al trabajo, es pereza o descalificaci�n profesional.

Estamos, as�, ante las cinco formas sociales principales de no existencia producidas o legitimadas por la raz�n meton�mica: lo ignorante, lo residual, lo inferior, lo local y lo improductivo. Se trata de formas sociales de inexistencia porque las realidades que conforman aparecen como obst�culos con respecto a las realidades que cuentan como importantes: las cient�ficas, avanzadas, superiores, globales o productivas. Son, pues, partes descalificadas de totalidades homog�neas que, como tales, confirman lo que existe y tal como existe. Son lo que existe bajo formas irreversiblemente des-cualificadas de existir.

La producci�n social de estas ausencias desemboca en la sustracci�n del mundo y en la contracci�n del presente y, por consiguiente, en el desperdicio de la experiencia. La sociolog�a de las ausencias intenta identificar el �mbito de esa sustracci�n y de esa contracci�n del mundo para que esas experiencias producidas como ausentes sean liberadas de esas relaciones de producci�n y, por esa v�a, se tornen presentes. Esto significa que sean consideradas alternativas a las experiencias hegem�nicas, que su credibilidad pueda ser discutida y argumentada y sus relaciones con las experiencias hegem�nicas puedan ser objeto de disputa pol�tica 33. La sociolog�a de las ausencias tiende, as�, a crear una carencia y transformar la falta de experiencia social en desperdicio de la experiencia social. Con ello, crea las condiciones para ampliar el campo de las experiencias cre�bles en este mundo y en este tiempo y, por tal raz�n, con-tribuye a ampliar el mundo y a dilatar el presente. La ampliaci�n del mundo se da no s�lo porque aumente el campo de las experiencias cre�bles existentes, sino tambi�n porque, con ellas, aumentan las posibilidades de experimentaci�n social en el futuro. La dilataci�n del presente se manifiesta a trav�s de la expansi�n de lo que es considerado contempor�neo por el achatamiento del tiempo presente de modo que, tendencialmente, todas las experiencias y pr�cticas que se dan simult�neamente puedan ser consideradas contempor�neas, aunque cada una a su manera. �C�mo procede la sociolog�a de las ausencias? La sociolog�a de las ausencias parte de dos indagaciones. La primera tiene que ver con las razones por las cuales una concepci�n tan extra�a y tan excluyente de totalidad obtuvo una primac�a tan grande en los �ltimos doscientos a�os. La segunda indagaci�n trata de identificar los modos de confrontar esa concepci�n de totalidad y la raz�n meton�mica que la sustenta. La primera indagaci�n, m�s convencional, ha sido abordada por varias corrientes de la sociolog�a cr�tica, de los estudios sociales y culturales de la ciencia, de la cr�tica feminista, de la deconstrucci�n, de los estudios poscoloniales, etc. 34. En este texto me concentro en la segunda indagaci�n, la menos recorrida hasta el momento.

La superaci�n de las totalidades homog�neas y excluyentes y de la raz�n meton�mica que las sustenta se obtiene poniendo en cuesti�n cada una de las l�gicas o modos de producci�n de ausencia arriba referidos. Como la raz�n meton�mica form� las ciencias sociales convencionales, la sociolog�a de las ausencias es necesariamente transgresiva. En este sentido, ella misma es una alternativa epistemol�gica a lo que ha sido descredibilizado. El inconformismo con ese descr�dito y la lucha por la credibilidad hacen posible que la sociolog�a de las ausencias no permanezca como una sociolog�a ausente.

1. La ecolog�a de los saberes. La primera l�gica, la l�gica de la monocultura del saber y del rigor cient�fico, tiene que ser cuestionada por la identificaci�n de otros saberes y de otros criterios de rigor que operan cre�blemente en contextos y pr�cticas sociales declarados no existentes por la raz�n meton�mica. Esa credibilidad contextual debe ser considerada suficiente para que el saber en cuesti�n tenga legitimidad a la hora de participar en debates epistemol�gicos con otros saberes, sobre todo con el saber cient�fico. La idea central de la sociolog�a de las ausencias en este campo es que no hay ignorancia en general ni saber en general. Toda ignorancia es ignorante de un cierto saber y todo saber es la superaci�n de una ignorancia particular (Santos 1995, 25). De este principio de incompletud de todos los saberes se deduce la posibilidad de di�logo y disputa epistemol�gica entre los diferentes saberes. Lo que cada saber contribuye a tal di�logo es el modo como orienta una pr�ctica dada en la superaci�n de una cierta ignorancia. La confrontaci�n y el di�logo entre los saberes supone un di�logo y una confrontaci�n entre diferentes procesos a trav�s de los cuales pr�cticas diferentemente ignorantes se transforman en pr�cticas diferentemente sabias.

En este campo, la sociolog�a de las ausencias tiende a sustituir la monocultura del saber cient�fico por una ecolog�a de los saberes. Esta ecolog�a de saberes permite no s�lo superar la monocultura del saber cient�fico, sino la idea de que los saberes no cient�ficos son alternativos al saber cient�fico. La idea de alternativa presupone la idea de normalidad, y �sta, la idea de norma; por lo que, sin m�s especificaciones, la designaci�n de algo como alternativo tiene una connotaci�n latente de subalternidad. Si tomamos como ejemplo la biomedicina y la medicina tradicional en �frica, no tiene sentido considerar esta �ltima, prevaleciente desde hace mucho tiempo, como alternativa a la primera. Lo importante es identificar los contextos y las pr�cticas en los que cada una opera y el modo como conciben salud y enfermedad y de qu� modo superan la ignorancia (bajo la forma de enfermedad no diagnosticada) en saber aplicado (bajo la forma de curaci�n).

2. La ecolog�a de las temporalidades. La segunda l�gica, la l�gica de la monocultura del tiempo lineal, debe ser confrontada con la idea de que el tiempo lineal es una entre muchas concepciones del tiempo y de que, si tomamos el mundo como nuestra unidad de an�lisis, no es siquiera ni la concepci�n m�s practicada. El dominio del tiempo lineal no resulta de su primac�a en cuanto concepci�n temporal, sino de la primac�a de la modernidad occidental que lo adopt� como suyo. Fue la concepci�n adoptada por la modernidad occidental a partir de la secularizaci�n de la escatolog�a judeo-cristiana; aunque nunca elimin�, ni siquiera en el mismo Occidente, otras concepciones como el tiempo circular, la doctrina del eterno retorno y otras concepciones que no se dejan captar adecuadamente ni por la imagen de la l�nea ni por la imagen del c�rculo.

La necesidad de tener en cuenta estas diferentes concepciones de tiempo deriva del hecho, resaltado por Koselleck (1985) y por Marramao (1995), de que las sociedades entienden el poder a partir de las concepciones de temporalidad que en ellas circulan. Las relaciones de dominaci�n m�s resistentes son las que se basan en las jerarqu�as entre temporalidades, siendo �stas las que, hoy en d�a, son constitutivas del sistema mundial. Son esas jerarqu�as las que reducen tanta experiencia social a la condici�n de residuo. Residuales, porque siendo contempor�neas a la temporalidad dominante, �sta es incapaz de reconocerlas.

En este campo, la sociolog�a de las ausencias intenta liberar las pr�cticas sociales de su estatuto de residuo, restituy�ndoles su temporalidad propia y, de ese modo, la posibilidad de desarrollo aut�nomo. Una vez liberada del tiempo lineal y entregada a su propia temporalidad, la actividad del campesino africano o asi�tico deja de ser residual para ser contempor�nea de la actividad del agricultor bi-tech de los Estados Unidos o del ejecutivo del Banco Mundial. Del mismo modo, la presencia o relevancia de los antepasados en diferentes culturas deja de ser una manifestaci�n anacr�nica de primitivismo religioso o de magia, para convertirse en otra forma de vivir la contemporaneidad.

Al liberar las realidades alternativas del estatuto de residuo, la sociolog�a de las ausencias sustituye la monocultura del tiempo lineal por la ecolog�a de las temporalidades, es decir, por la idea de que las sociedades est�n constituidas por varias temporalidades y por el hecho de que la descalificaci�n, supresi�n o inteligibilidad de muchas pr�cticas resultan de criterios temporales de medida que sobrepasan el canon temporal de la modernidad occidental capitalista. Una vez recuperadas y conocidas esas temporalidades, las pr�cticas y las sociabilidades que se miden por ellas se convierten en inteligibles y en objetos cre�bles de argumentaci�n y disputa pol�tica. La dilataci�n del presente se da, en este caso, por la relativizaci�n del tiempo lineal y por la valorizaci�n de otras temporalidades que con el se articulan o entran en conflicto.

3. La ecolog�a de los reconocimientos. La tercera l�gica de producci�n de ausencias es la l�gica de la clasificaci�n social. Aunque en todas las l�gicas de producci�n de ausencia la descalificaci�n de las pr�cticas va a la par con la descalificaci�n de los agentes, en esta l�gica dicha descalificaci�n incide prioritariamente sobre los agentes, y s�lo derivadamente sobre la experiencia social (pr�cticas y saberes) de las que ellos son protagonistas. La colonialidad del poder capitalista moderno y occidental, a que se refieren Quijano (2000), Mignolo (2000) y Dussel (2001), consiste en identificar diferencia con desigualdad, al mismo tiempo que se abroga el privilegio de determinar quien es igual y qui�n es diferente. La sociolog�a de las ausencias se confronta con la colonialidad, procurando una nueva articulaci�n entre el principio de igualdad y el principio de diferencia y abriendo espacio para la posibilidad de diferencias iguales —una ecolog�a de diferencias hecha a partir de reconocimientos rec�procos—. Y sometiendo la jerarqu�a a la etnograf�a cr�tica (Santos 2001b). Esto consiste en la deconstrucci�n tanto de la diferencia (�en qu� medida la diferencia es un producto de la jerarqu�a?} como de la jerarqu�a (�en qu� medida la jerarqu�a es un producto de la diferencia?). Las diferencias que subsisten cuando desaparece la jerarqu�a se convierten en una denuncia poderosa de las diferencias que la jerarqu�a exige para no desaparecer.

4. La ecolog�a de las trans-escalas. La cuarta l�gica, la l�gica de la escala global, es confrontada por la sociolog�a de las ausencias a trav�s de la recuperaci�n de lo que en lo local no es efecto de la globalizaci�n hegem�nica. Exige, por un lado, que lo local sea conceptualmente desglobalizado a fin de identificar lo que en �l no fue integrado en la globalizaci�n hegem�nica. Lo que fue integrado es lo que denomino globalismo localizado, o sea, el impacto espec�fico de la globalizaci�n hegem�nica en lo local (Santos 1998b; 2000). Al desglobalizar lo local en relaci�n a la globalizaci�n hegem�nica, la sociolog�a de las ausencias explora tambi�n la posibilidad de una globalizaci�n contra-hegem�nica. En suma, la desglobalizaci�n de lo local y su eventual reglobalizaci�n contra-hegem�nica ampl�an la diversidad de las pr�cticas sociales al ofrecer alternativas al globalismo localizado. La sociolog�a de las ausencias exige en este campo el ejercicio de la imaginaci�n cartogr�fica, sea para ver en cada escala de representaci�n no s�lo lo que ella muestra sino tambi�n lo que oculta, sea para lidiar con mapas cognitivos que operan simult�neamente con diferentes escalas., en particular para detectar las articulaciones locales/globales (Santos 1995, 456-473; 2001a).

5. La ecolog�a de la productividad. Finalmente, en el campo de la quinta l�gica, la l�gica productivista, la sociolog�a de las ausencias consiste en la recuperaci�n y valorizaci�n de los sistemas alternativos de producci�n, de las organizaciones econ�micas populares, de las cooperativas obreras, de las empresas autogestionadas, de la econom�a solidaria, etc., que la ortodoxia productivista capitalista ocult� o descredibiliz�. �ste es, tal vez, el campo m�s controvertido de la sociolog�a de las ausencias, dado que pone directamente en cuesti�n el paradigma del desarrollo y del crecimiento econ�mico infinito y la l�gica de la primac�a de los objetivos de acumulaci�n sobre los objetivos de distribuci�n que sustentan el capitalismo global. Es, sin embargo, evidente que hoy en d�a este paradigma y esta l�gica nunca procuraron otras formas de producci�n y s�lo las descalificaron para mantenerlas en relaci�n de subordinaci�n. La sociolog�a de las ausencias intenta reconstruir lo que son esas formas m�s all� de la relaci�n de subordinaci�n.

En cada uno de los cinco campos, el objetivo de la sociolog�a de las ausencias es revelar la diversidad y multiplicidad de las pr�cticas sociales y hacerlas cre�bles por contraposici�n a la credibilidad exclusivista de las pr�cticas hegem�nicas. La idea de multiplicidad y de relaciones no destructivas entre los agentes que la componen es ofrecida por el concepto de ecolog�a: ecolog�a de saberes, ecolog�a de temporalidades, ecolog�a de reconocimientos y ecolog�a de producciones y distribuciones sociales. Com�n a todas estas ecolog�as es la idea de que la realidad no puede ser reducida a lo que existe. Se trata de una versi�n amplia del realismo, que incluye las realidades ausentes por la v�a del silenciamiento, de la supresi�n y de la marginalizaci�n, esto es, las realidades que son activamente producidas como no existentes.

En conclusi�n, el ejercicio de la sociolog�a de las ausencias es contraf�ctica y tiene lugar a trav�s de una confrontaci�n con el sentido com�n cient�fico tradicional. Para ser llevada a cabo, exige imaginaci�n sociol�gica. Distingo dos tipos de imaginaci�n: la imaginaci�n epistemol�gica y la imaginaci�n democr�tica. La imaginaci�n epistemol�gica permite diversificar los saberes, las perspectivas y las escalas de identificaci�n, an�lisis y evaluaci�n de las pr�cticas. La imaginaci�n democr�tica permite el reconocimiento de diferentes pr�cticas y actores sociales. Tanto la imaginaci�n epistemol�gica como la imaginaci�n democr�tica tienen una dimensi�n de-constructiva y una dimensi�n reconstructiva. La deconstrucci�n asume cinco formas, correspondientes a la cr�tica de las cinco l�gicas de la raz�n meton�mica, o sea, des-pensar, desresidualizar, desracializar, deslocalizar y desproducir. La reconstrucci�n es constituida por las cinco ecolog�as arriba mencionadas.

CR�TICA DE LA RAZ�N PROL�PTICA

La raz�n prol�ptica es la parte de la raz�n indolente que concibe el futuro a partir de la monocultura del tiempo lineal. Esta monocultura del tiempo lineal, al mismo tiempo que contrajo el presente, como vimos m�s arriba al analizar la raz�n meton�mica, dilat� enormemente el futuro. Dado que la historia tiene el sentido y la direcci�n que le son conferidos por el progreso, y el progreso no tiene l�mites, el futuro es infinito. Pero teniendo en cuenta que el futuro esta proyectado en una direcci�n irreversible es, como bien identifica Benjamin, un tiempo homog�neo y vac�o (Benjamin 1969, 261, 264) El futuro es, de esta manera, infinitamente abundante e infinitamente igual, un futuro que, como se�ala Marramao (1995, 126), s�lo existe para tornarse en pasado. Un futuro concebido de ese modo no tiene c�mo ser pensado, y en esto se fundamenta la indolencia de la raz�n prol�ptica.

En cuanto que la cr�tica de la raz�n meton�mica tiene por objetivo dilatar el presente, la cr�tica de la raz�n prol�ptica tiene por objetivo contraer el futuro. Contraer el futuro significa tornarlo escaso y, como tal, objeto de cuidado. El futuro no tiene otro sentido ni otra direcci�n que las que resultan de tal cuidado. Contraer el futuro consiste en eliminar o, por lo menos, atenuar la discrepancia entre la concepci�n del futuro de la sociedad y la concepci�n del futuro de los individuos. Al contrario del futuro de la sociedad, el futuro de los individuos est� limitado por la duraci�n de su vida o de las vidas en que puede reencarnarse, en las culturas que aceptan la metempsicosis. En cualquiera de los casos, el car�cter limitado del futuro y el hecho de que dependa de la gesti�n y cuidado de los individuos hace que, en vez de estar condenado a ser pasado, se transforme en un factor de ampliaci�n del presente. O sea, la contracci�n del futuro contribuye a la dilataci�n del presente.

Mientras que la dilataci�n del presente se consigue a trav�s de la sociolog�a de las ausencias, la contracci�n del futuro se obtiene a trav�s de la sociolog�a de las emergencias. La sociolog�a de las emergencias consiste en sustituir el vac�o del futuro seg�n el tiempo lineal (un vac�o que tanto es todo como es nada) por un futuro de posibilidades plurales y concretas, simult�neamente, ut�picas y realistas, que se va construyendo en el presente a partir de las actividades de cuidado.

El concepto que preside la sociolog�a de las emergencias es el concepto de �todav�a no� (Noch nicht) propuesto por Ernst Bloch (1995). Bloch se rebela contra el hecho de la dominaci�n de la filosof�a occidental por los conceptos de �todo� (Alles) y “nada” (Nicht), en los cuales todo parece estar contenido como latencia, pero donde nada nuevo puede surgir. De ah� que la filosof�a occidental sea un pensamiento est�tico. Para Bloch, lo posible es lo m�s incierto, el concepto m�s ignorado de la filosof�a occidental (1995, 241). Y, sin embargo, s�lo lo posible permite revelar la totalidad inagotable del mundo. Bloch introduce, as�, dos nuevos conceptos, el �no� (Nicht), y el �todav�a no� (Noch nicht). El �no� es la falta de algo y la expresi�n de la voluntad para superar esa falta. Por eso, el �no� Se distingue de la “nada” (1995,306). Decir �no� es decir �s�� a algo diferente. Lo �todav�a no� es el modo como el futuro se inscribe en el presente y lo dilata. No es un futuro indeterminado ni infinito. Es una posibilidad y una capacidad concretas que ni existen en el vac�o, ni est�n completamente determinadas. De hecho, ellas redeterminan activamente todo aquello que tocan y, de ese modo, cuestionan las determinaciones que existen en un momento dado. Subjetivamente, lo �todav�a no� es la conciencia anticipadora, una conciencia que, a pesar de ser tan importante en la vida de las personas, fue, por ejemplo, totalmente olvidada por Freud (Bloch 1995, 286-315). Objetivamente, lo �todav�a no� es, por un lado, capacidad (potencia) y, por otro, posibilidad (potencialidad). Esta posibilidad tiene un componente de oscuridad que reside en el origen de esa posibilidad en el momento vivido, que nunca es enteramente visible para s� mismo, y tiene tambi�n un componente de incertidumbre que resulta de una doble carencia: el conocimiento apenas parcial de las condiciones que pueden concretar la posibilidad; el hecho de que esas condiciones s�lo existan parcialmente. Para Bloch (1995, 241), es fundamental distinguir entre estas dos carencias dado que son aut�nomas: es posible tener un conocimiento poco parcial de las condiciones, que son muy parcialmente existentes, y viceversa.

Lo �todav�a no� inscribe en el presente una posibilidad incierta, m�s nunca neutra; puede ser la posibilidad de la utop�a o de la salvaci�n (Heil) o la posibilidad del desastre o la perdici�n (Unheil). Esta incertidumbre hace que todo cambio tenga un elemento de acaso, de peligro. Es esta incertidumbre la que, a mi entender, al mismo tiempo que dilata el presente, contrae el futuro, torn�ndolo escaso y objeto de cuidado. En cada momento hay un horizonte limitado de posibilidades y por ello es importante no desperdiciar la oportunidad �nica de una transformaci�n espec�fica que el presente ofrece: carpe diem. Fiel al marxismo que adem�s, interpret� de modo muy creativo, Bloch entiende que la sucesi�n de los horizontes conduce o tiende a conducir hacia un estadio final. Pienso, con todo, que no concordar con Bloch en este punto no es algo importante. El �nfasis de Bloch est�, por un lado, en la cr�tica de la concepci�n mec�nica de la materia y, por otro, en la afirmaci�n de nuestra capacidad para pensar y actuar productivamente sobre el mundo. De las tres categor�as modales de la existencia: la realidad, la necesidad y la posibilidad (Bloch 1995, 244-245), la raz�n indolente se centr� en las dos primeras y descuid� completamente la tercera. Para Bloch, Hegel es el gran responsable del descuido filos�fico de lo posible. Para Hegel, lo posible o no existe o no es diferente de lo que existe, dado que est� contenido en lo real y por ello, en cualquiera de los casos, no merece ser pensado. La realidad y la necesidad no precisan de la posibilidad para dar cuenta del presente o del futuro. La ciencia moderna fue el veh�culo privilegiado de esta concepci�n y, por eso, Bloch nos invita a centrarnos en la categor�a modal m�s olvidada por la ciencia moderna: la posibilidad. Ser humano es tener mucho delante de s� (Bloch 1995, 246).

La posibilidad es el movimiento del mundo. Los momentos de esa posibilidad son la carencia (manifestaci�n de algo que falta), la tendencia (proceso y sentido) y la latencia (lo que est� al frente de ese proceso). La carencia es el dominio de lo �no�, la tendencia es el campo de lo �todav�a no�, y la latencia, de la “nada” y del �todo�, dado que la misma puede redundar en frustraci�n o en esperanza.

La sociolog�a de las emergencias consiste en la investigaci�n de las alternativas que caben en el horizonte de las posibilidades concretas. En tanto que la sociolog�a de las ausencias ampl�a el presente, uniendo a lo real existente lo que de �l fue sustra�do por la raz�n meton�mica, la sociolog�a de las emergencias ampl�a el presente, uniendo a lo real amplio las posibilidades y expectativas futuras que conlleva. En este �ltimo caso, la ampliaci�n del presente implica la contracci�n del futuro, en la medida en que lo �todav�a no�, lejos de ser un futuro vac�o e infinito, es un futuro concreto, siempre incierto y siempre en peligro. Como dijo Bloch, junto a cada esperanza hay un caj�n a la espera (1995, 311). Cuidar el futuro es un imperativo porque es imposible blindar la esperanza contra la frustraci�n, lo porvenir contra el nihilismo, la redenci�n contra el desastre, en suma, porque es imposible la esperanza sin la eventualidad del caj�n.

La sociolog�a de las emergencias consiste en proceder a una ampliaci�n simb�lica de los saberes, pr�cticas y agentes de modo que se identifique en ellos las tendencias de futuro (lo �todav�a no�) sobre las cuales es posible actuar para maximizar la probabilidad de la esperanza en relaci�n a la probabilidad de la frustraci�n. Tal ampliaci�n simb�lica es, en el fondo, una forma de imaginaci�n sociol�gica que se enfrenta a un doble objetivo: por un lado, conocer mejor las condiciones de posibilidad de la esperanza; por otro, definir principios de acci�n que promuevan la realizaci�n de esas condiciones.

La sociolog�a de las emergencias act�a tanto sobre las posibilidades (potencialidad) como sobre las capacidades (potencia). Lo �todav�a no� tiene sentido (en cuanto posibilidad), pero no tiene direcci�n, ya que tanto puede acabar en esperanza como en desastre. Por eso, la sociolog�a de las emergencias sustituye la idea de determinaci�n por la idea axiol�gica del cuidado. La axiolog�a del progreso es, de este modo, sustituida por la axiolog�a del cuidado. Mientras que en la sociolog�a de las ausencias la axiolog�a del cuidado es puesta en pr�ctica en relaci�n con las alternativas disponibles, en la sociolog�a de las emergencias se lleva a cabo en relaci�n con las alternativas posibles. Esta dimensi�n �tica hace que ni la sociolog�a de las ausencias ni la sociolog�a de las emergencias sean sociolog�as convencionales. Hay, sin embargo, otra raz�n para su no convencionalidad: su objetividad depende de la calidad de su dimensi�n subjetiva. El elemento subjetivo de la sociolog�a de las ausencias es la conciencia cosmopolita y el inconformismo ante el desperdicio de la experiencia. El elemento subjetivo de la sociolog�a de las emergencias es la conciencia anticipadora y el inconformismo ante una carencia cuya satisfacci�n esta en el horizonte de posibilidades. Como dijo Bloch, los conceptos fundamentales no son accesibles sin una teor�a de las emociones (1995, 306). Lo �no�, la �nada� y el �todo� iluminan emociones b�sicas como hambre o carencia, desesperaci�n o aniquilaci�n, confianza o rescate. De una forma o de otra, estas emociones est�n presentes en el inconformismo que mueve tanto la sociolog�a de las ausencias como la sociolog�a de las emergencias.

Mientras que la sociolog�a de las ausencias se mueve en el campo de las experiencias sociales, la sociolog�a de las emergencias se mueve en el campo de las expectativas sociales. La discrepancia entre experiencias y expectativas es constitutiva de la modernidad occidental. A trav�s del concepto de progreso, la raz�n prol�ptica polariz� esta discrepancia de tal modo que hizo desaparecer toda la relaci�n efectiva entre las experiencias y las expectativas: por m�s miserables que puedan ser las experiencias presentes, eso no impide la ilusi�n de expectativas luminosas. La sociolog�a de las emergencias mantiene esta discrepancia, pero la piensa independientemente de la idea de progreso, vi�ndola antes como algo concreto y moderado. As�, mientras la raz�n prol�ptica ampli� enormemente las expectativas y con ello redujo el campo de las experiencias y, por consiguiente, contrajo el presente, la sociolog�a de las emergencias busca una relaci�n m�s equilibrada entre experiencia y expectativa, lo que, en las actuales circunstancias, implica dilatar el presente y recortar el futuro. No se trata de minimizar las expectativas, se trata antes de radicalizar las expectativas asentadas en posibilidades y capacidades reales, aqu� y ahora.

Las expectativas modernas eran grandiosas en abstracto, falsamente infinitas y universales. Justificaron, y contin�an haci�ndolo, la muerte, la destrucci�n y el desastre en nombre de una redenci�n venidera. Contra ese nihilismo, que es tan vac�o como el triunfalismo de las fuerzas hegem�nicas, la sociolog�a de las emergencias propone una nueva sem�ntica de las expectativas. Las expectativas legitimadas por la sociolog�a de las emergencias son contextuales en cuanto son medidas por posibilidades y capacidades concretas y radicales, y porque, en el �mbito de esas posibilidades y capacidades, reivindican una realizaci�n fuerte que las defienda de la frustraci�n. Son esas expectativas que apuntan para nuevos caminos de emancipaci�n social o, mejor a�n, de emancipaciones sociales.

Como veremos m�s adelante, al dilatar el presente y contraer el futuro, la sociolog�a de las ausencias y la sociolog�a de las emergencias, cada una a su manera, contribuyen a desacelerar el presente, otorg�ndole un contenido m�s denso y sustantivo que el instante fugaz entre pasado y futuro al que la raz�n prol�ptica lo conden�. En vez de estadio final, proponen una vigilancia �tica constante sobre el despliegue de las posibilidades, servida por emociones b�sicas como el espanto negativo que suscita la ansiedad y el espanto positivo que alimenta la esperanza.

La ampliaci�n simb�lica operada por la sociolog�a de las emergencias tiende a analizar en una pr�ctica dada, experiencia o forma de saber lo que en ella existe apenas como tendencia o posibilidad futura. Act�a tanto sobre las posibilidades como sobre las capacidades. Identifica se�ales, pistas o trazos de posibilidades futuras en todo lo que existe. Tambi�n se trata aqu� de investigar una ausencia, pero, mientras que en la sociolog�a de las ausencias lo que es activamente producido como no existente est� disponible aqu� y ahora, aunque silenciado, marginado o descalificado, en la sociolog�a de las emergencias la ausencia es de una posibilidad futura a�n por identificar y una capacidad a�n no plenamente formada para llevarla a cabo. Para combatir la negligencia que han sufrido las dimensiones de la sociedad vistas como se�ales o pistas, la sociolog�a de las emergencias les presta una atenci�n �excesiva�. Es en ese exceso de atenci�n donde reside la ampliaci�n simb�lica. Se trata de una investigaci�n prospectiva que opera a trav�s de dos procedimientos: tornar menos parcial nuestro conocimiento de las condiciones de lo posible; tornar menos parciales las condiciones de lo posible. Con el primer procedimiento se intenta conocer mejor lo que en las realidades investigadas hace de ellas pistas o se�ales; mientras que con el segundo se trata de fortalecer tales pistas o se�ales. Tal y como ocurre con el conocimiento que subyace a la sociolog�a de las ausencias, se trata de un conocimiento argumentativo que, en vez de demostrar, convence y, que en vez de quererse racional, se quiere razonable. Es un conocimiento que avanza en la medida en que identifica cre�blemente saberes emergentes o pr�cticas emergentes.

NOTAS

29. Jaspers considera el per�odo entre el 800 y el 200 a. C; como un “periodo axial” que propuso �los fundamentos que permiten a la humanidad subsistir hasta hoy� (1951, 98). En este per�odo, la mayor�a de los �acontecimientos extraordinarios� que dieron forma a la humanidad tal como la conocemos sucedieron en Oriente —en China, India, Persia, Palestina—. Occidente esta representado por Grecia y, como sabemos hoy, la antig�edad griega debe mucho a sus ra�ces africanas y orientales (Bernal 1987). Ver tambi�n Schluchter 1979.
30. Benjamin pensaba que la Primera Guerra Mundial hab�a privado al mundo de las relaciones sociales a trav�s de las cuales las generaciones anteriores transmit�an su saber a las siguientes (1972, 219). Despu�s de la guerra, seg�n el, emergi� un mundo nuevo dominado por el desarrollo de la tecnolog�a, un mundo en el que incluso la educaci�n y el conocimiento hab�an dejado de traducirse en experiencia. Con ello, hab�a surgido una nueva pobreza, un d�ficit de experiencia en el centro de una transformaci�n desenfrenada, una nueva forma de barbarie (1972, 215). La conclusi�n del ensayo se inicia con las siguientes palabras: �Nos convertimos en pobres. Fuimos abandonando un trozo de herencia de la humanidad tras otro, deposit�ndolos en la casa de empe�o por un cent�simo de su valor, para acabar recibiendo a cambio monedas sin valor de 'actualidad'� (1972, 219).
31. ��l tiene dos adversaries. El primero lo empuja desde atr�s, a partir del origen. El segundo le impide seguir adelante. El lucha contra ambos. En verdad, el primero lo apoya en la lucha contra el segundo, porque quiere empujarlo hacia delante, y, de la misma forma, el segundo lo apoya en la lucha contra el primero, ya que lo fuerza a retroceder. Pero esto es as� s�lo en teor�a. All� est�n no s�lo los dos adversarios, el tambi�n esta all�, �qui�n es quien verdaderamente conoce sus intenciones? De todos modos, su sue�o es poder, en un momento de descuido —aunque para eso sea necesaria una noche tan oscura que nunca existi�—, saltar fuera de la l�nea de combate y, a causa de su experiencia de lucha, ser promovido a juez de sus adversarios que se baten el uno contra el otro� (Kafka 1983, 222).
32. Sobre los modos de producci�n de la globalizaci�n, ver Santos (2001c, 56-57).Ver tambi�n el cap�tulo 6 de este libro.
33. La sociolog�a de las ausencias no pretende acabar con las categor�as de ignorante, residual, inferior, local o improductivo. S�lo pretende que ellas dejen de ser atribu�das en funci�n de un s�lo criterio que no admite ser cuestionado por cualquier otro criterio alternativo Este monopolio no es resultado de un trabajo de razonabilidad argumentativa. Es antes el resultado de una imposici�n que no se justifica sino por la supremac�a de quien tiene el poder para hacerlo.
34. A esta primera indagaci�n dediqu� varios trabajos (cf. Santos 1987; 1989; 2000).

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EL CAMPO DE LA SOCIOLOG�A DE LAS AUSENCIAS Y DE LA SOCIOLOG�A DE LAS EMERGENCIAS

Mientras que la sociolog�a de las ausencias expande el campo de las experiencias sociales ya disponibles, la sociolog�a de las emergencias expande el campo de las experiencias sociales posibles. Las dos sociolog�as est�n estrechamente asociadas, visto que cuanto m�s experiencias estuvieren hoy disponibles en el mundo, m�s experiencias ser�an posibles en el futuro. Cuanto m�s amplia fuera la realidad cre�ble, m�s vasto ser�a el campo de las se�ales o pistas cre�bles y de los futuros posibles y concretos. Cuanto mayor fuese la multiplicidad y la diversidad de las experiencias disponibles y posibles (conocimientos y agentes), mayor ser�a la expansi�n del presente y la contracci�n del futuro. En la sociolog�a de las ausencias esa multiplicaci�n y diversificaci�n ocurre por la v�a de la ecolog�a de los saberes, de los tiempos, de las diferencias, de las escalas y de las producciones, mientras que la sociolog�a de las emergencias se revela a trav�s de la ampliaci�n simb�lica de las pistas o se�ales. Los campos sociales m�s importantes donde la multiplicidad y la diversidad se revelaran con mayor probabilidad son los siguientes:

Experiencias de conocimientos. Se trata de conflictos y di�logos posibles entre diferentes formas de conocimiento. Las experiencias m�s ricas en este dominio se dan en la biodiversidad (entre la biotecnolog�a y los conocimientos ind�genas o tradicionales), en la justicia (entre jurisdicciones ind�genas o autoridades tradicionales y jurisdicciones modernas, nacionales), en la agricultura (entre la agricultura industrial y la agricultura campesina o sustentable), en los estudios de impacto ambiental y tecnol�gico (entre el conocimiento t�cnico y los conocimientos legos, entre peritos y ciudadanos comunes) 35.

Experiencias de desarrollo, trabajo y producci�n. Se trata de di�logos y conflictos posibles entre formas y modos de producci�n diferentes. En los m�rgenes o en los subterr�neos de las formas y modos dominantes —el modo de producci�n capitalista y el modelo de desarrollo como crecimiento infinito— existen, como disponibles o como posibles, formas y modos de econom�a solidaria o alternativa, propuestas y pr�cticas de desarrollo alternativo o de alternativas al desarrollo: formas de producci�n eco-feministas o gandhianas (swadeshi); organizaciones econ�micas populares (cooperativas, mutualidades, empresas autogestionadas, asociaciones de microcr�dito) 36; formas de redistribuci�n social basadas en la ciudadan�a y no en la productividad 37; experiencias de comercio justo contrapuestas al comercio libre 38; luchas por los par�metros de trabajo (labour standards) 39; el movimiento anti-sweatshop 40; y el nuevo internacionalismo obrero 41.

Experiencias de reconocimiento. Se trata de di�logos y conflictos posibles entre sistemas de clasificaci�n social. En los m�rgenes o en los subterr�neos de los sistemas dominantes —naturaleza capitalista, racismo, sexismo y xenofobia— existen, como disponibles o posibles, experiencias de naturaleza anticapitalista —ecolog�a anticapitalista, multiculturalismo progresista, constitucionalismo multicultural, discriminaci�n positiva bajo la forma de derechos colectivos y ciudadan�a posnacional y cultural 42.

Experiencias de democracia. Se trata de di�logos y conflictos posibles entre el modelo hegem�nico de democracia (democracia representativa liberal) y la democracia participativa 43. Buenos ejemplos son el presupuesto participativo de la ciudad de Porto Alegre, hoy tambi�n en vigor, bajo diferentes formas, en muchas otras ciudades brasile�as y latinoamericanas 44; los panchayats elegidos en Kerala o Bengala occidental, en la India, y las formas de planificaci�n participativa y descentralizada a que han conducido 45; formas de deliberaci�n comunitaria en las comunidades ind�genas, o rurales en general, sobre todo en Am�rica Latina y en �frica 46; la participaci�n ciudadana en las decisiones sobre impactos cient�ficos o tecnol�gicos 47.

Experiencias de comunicaci�n e informaci�n. Se trata de di�logos y conflictos posibles, derivados de la revoluci�n de las tecnolog�as de comunicaci�n y de informaci�n, entre los flujos globales de informaci�n y los medios de comunicaci�n social globales, por un lado, y, por otro, las redes de comunicaci�n independiente transnacionales y los media independientes alternativos 48.
 
DE LAS AUSENCIAS Y DE LAS EMERGENCIAS AL TRABAJO DE TRADUCCI�N


La multiplicaci�n y diversificaci�n de las experiencias disponibles y posibles plantean dos problemas complejos: el problema de la extrema fragmentaci�n o atomizaci�n de lo real y el problema, derivado del primero, de la imposibilidad de conferir sentido a la transformaci�n social. Estos problemas fueron resueltos, como vimos, por la raz�n meton�mica y por la raz�n prol�ptica a trav�s del concepto de totalidad y de la concepci�n de que la historia tiene un sentido y una direcci�n. Estas soluciones, como tambi�n vimos, condujeron a un excesivo desperdicio de la experiencia y est�n, por eso mismo, desacreditadas en la actualidad. El descr�dito de las soluciones no trae consigo descr�dito de los problemas, por lo que hay que dar respuestas a los mismos. Es cierto que, para ciertas corrientes, que designo como posmodernisno celebratorio (Santos 1998b), son los problemas en s� los que est�n desacreditados. Para estas corrientes, la fragmentaci�n y atomizaci�n sociales no son un problema, son antes una soluci�n, y el propio concepto de sociedad, susceptible de proporcionar el cimiento capaz de dar coherencia a esa fragmentaci�n, es de poca utilidad. Por otro lado, seg�n las mismas corrientes, la transformaci�n social no tiene ni sentido ni direcci�n, una vez que o bien ocurre ca�ticamente, o bien lo que se transforma no es la sociedad, sino nuestro discurso sobre ella.

Pienso que estas posiciones est�n mas vinculadas a la raz�n meton�mica y a la raz�n prol�ptica de lo que se imaginan, dado que comparten con ellas la idea de que proporcionan respuestas universales a cuestiones universales. Desde el punto de vista de la raz�n cosmopolita que aqu� propongo, la tarea que tenemos delante radica tanto en identificar nuevas totalidades y adoptar otros sentidos para la transformaci�n social, como en proponer nuevas formas de pensar esas totalidades y de concebir esos sentidos.

Se trata de una tarea que contiene dos tareas aut�nomas, m�s intr�nsecamente ligadas. La primera consiste en responder a la siguiente cuesti�n. Si el mundo es una totalidad inagotable, caben en el muchas totalidades, todas necesariamente parciales, lo que significa que todas las totalidades pueden ser vistas como partes y todas las partes como totalidades. Esto significa que los t�rminos de cualquier dicotom�a tienen una vida (por lo menos) m�s all� de la vida dicot�mica. Desde el punto de vista de esta concepci�n del mundo, tiene poco sentido intentar captarlo por una gran teor�a, una teor�a general, ya que esta presupone siempre la monocultura de una totalidad dada y la homogeneidad de sus partes. La pregunta es, pues: �cual es la alternativa a la gran teor�a?.

La segunda tarea consiste en responder a la siguiente cuesti�n. Si el sentido y, mucho menos, la direcci�n de la transformaci�n social no est�n predefinidos; si, en otras palabras, no sabemos con certeza si un mundo mejor es posible, �qu� es lo que nos legitima y motiva a actuar como si lo supi�semos? Y si estamos legitimados o motivados, �c�mo definir ese mundo mejor y c�mo luchar por �l? En otras palabras, �cu�l es el sentido de las luchas por la emancipaci�n social?.

Comienzo respondiendo a la primera cuesti�n. En mi opini�n, la alternativa a la teor�a general es el trabajo de traducci�n. La traducci�n es el procedimiento que permite crear inteligibilidad rec�proca entre las experiencias del mundo, tanto las disponibles como las posibles, reveladas por la sociolog�a de las ausencias y la sociolog�a de las emergencias. Se trata de un procedimiento que no atribuye a ning�n conjunto de experiencias ni el estatuto de totalidad exclusiva ni el estatuto de parte homog�nea. Las experiencias del mundo son tratadas en momentos diferentes del trabajo de traducci�n como totalidades o partes y como realidades que no se agotan en esas totalidades o partes. Por ejemplo, ver lo subalterno tanto dentro como fuera de la relaci�n de subalternidad.

Como afirma Banuri, lo que afect� m�s negativamente al Sur a partir del inicio del colonialismo fue haber concentrado sus energ�as en la adaptaci�n y resistencia a las imposiciones del Norte 49. Partiendo de la misma preocupaci�n, Serequeberham (1991, 22) identifica los dos desaf�os hoy propuestos a la filosof�a africana. El primero, un desaf�o deconstructivo. �ste consiste en identificar los residuos euroc�ntricos he-redados del colonialismo y presentes en los m�s diversos sectores de la vida colectiva, de la educaci�n a la pol�tica, del derecho a las culturas. El segundo desaf�o, un desaf�o reconstructivo. El cual consiste en revitalizar las posibilidades hist�rico-culturales de la herencia africana interrumpida por el colonialismo y el poscolonialismo. El trabajo de traducci�n procura captar estos dos momentos: la relaci�n hegem�nica entre las experiencias y lo que en �stas hay m�s all� de dicha relaci�n. En este doble movimiento las experiencias sociales, reveladas por la sociolog�a de las ausencias y la sociolog�a de las emergencias, se plantean relaciones de inteligibilidad rec�proca que no redunden en la canibalizaci�n de unas por otras.

El trabajo de traducci�n incide tanto sobre los saberes como sobre las pr�cticas (y sus agentes). La traducci�n entre saberes asume la forma de una hermen�utica diat�pica. Esta consiste en un trabajo de interpretaci�n entre dos o m�s culturas con el objetivo de identificar preocupaciones isom�rficas entre ellas y las diferentes respuestas que proporcionan. He propuesto un ejercicio de hermen�utica diat�pica a prop�sito de la preocupaci�n isom�rfica con respecto a la dignidad humana entre el concepto occidental de derechos humanos, el concepto isl�mico de umma y el concepto hind� de dharma (Santos 1995, 340) 50. Otros dos ejercicios de hermen�utica diat�pica importantes ser�an: en primer lugar, incidir sobre la preocupaci�n con la vida productiva en las concepciones de desarrollo capitalistas y en la concepci�n de swadeshi propuesta por Gandhi 51. Las concepciones de desarrollo capitalistas han sido reproducidas por la ciencia econ�mica convencional y por las subyacentes raz�n meton�mica y raz�n prol�ptica. Esas concepciones se basan en la idea de crecimiento infinito obtenido a partir de la sujeci�n progresiva de las pr�cticas y saberes a la l�gica mercantil. A su vez, el swadeshi se asienta en la idea de sustentabilidad y de reciprocidad que Gandhi defini� en 1916 del siguiente modo:

Swadeshi es aquel esp�ritu en nosotros que nos restringe al uso y servicio del que nos rodea directamente, con exclusi�n de lo que esta m�s alejado. As�, en lo que toca a la religi�n, para satisfacer los requisitos de la definici�n debo limitarme a mi religi�n ancestral- Si le encuentro imperfecciones, debo servirla expurg�ndole sus defectos. En el dominio de la pol�tica, debo hacer uso de las instituciones ind�genas y servirlas rescat�ndolas de sus defectos patentes. En el de la econom�a, debo usar s�lo cosas producidas por mis vecinos directos y servir a esas industrias torn�ndolas m�s eficientes y completas en aquello en que puedan revelarse en falta (Gandhi 1941, 4-5).

El segundo ejercicio de hermen�utica diat�pica que considero importante se centra en la preocupaci�n con la sabidur�a y con el posibilitar visiones del mundo. Tiene lugar entre la filosof�a occidental y el concepto africano de sagacidad filos�fica. Este es una contribuci�n innovadora de la filosof�a africana propuesta por Odera Oruka (1990; 1998), entre otros 52. Se basa en una reflexi�n cr�tica sobre el mundo protagonizada por los que Odera Oruka llama sabios, sean poetas, m�dicos tradicionales, contadores de historias, m�sicos o autoridades tradicionales. Seg�n Odera Oruka, la filosof�a de la sagacidad.

[...] consiste en los pensamientos expresados por hombres y mujeres de sabidur�a en una comunidad determinada y es un modo de pensar y de explicar el mundo que oscila entre la sabidur�a popular (m�ximas corrientes en la comunidad, aforismos y verdades generales de sentido com�n) y la sabidur�a did�ctica, una sabidur�a allanada y un pensamiento racional de determinados individuos dentro de una comunidad. Mientras que la sabidur�a popular es frecuentemente conformista, la sabidur�a did�ctica es, a veces, cr�tica en relaci�n con el marco selectivo y con la sabidur�a popular. Los pensamientos pueden expresarse a trav�s de la escritura o como dichos y argumentos asociados a ciertos individuos. En el �frica tradicional, mucho de lo que podr�a considerarse filosof�a de la sagacidad no est� escrito, por razones que deben realmente ser obvias para todos. Algunas de estas personas, tal vez, hayan sido influenciadas en parte por la inevitable cultura moral y tecnol�gica de occidente, aunque, su  apariencia externa y su forma cultural de estar pertenecen b�sicamente a las del �frica rural tradicional. Exceptuando un pu�ado de ellas, la mayor�a es �analfabeta� o �semianalfabeta� (Oruka 1990, 28).

La hermen�utica diat�pica parte de la idea de que todas las culturas son incompletas y, por tanto, pueden ser enriquecidas por el di�logo y por la confrontaci�n con otras culturas. Admitir la relatividad de las culturas no implica adoptar sin m�s el relativismo como actitud filos�fica. Implica, s�, concebir el universalismo como una particularidad occidental cuya supremac�a como idea no reside en s� misma, sino m�s bien en la supremac�a de los intereses que la sustentan. La cr�tica del universalismo se sigue de la cr�tica de la posibilidad de la teor�a general. La hermen�utica diat�pica presupone, por el contrario, lo que designo como universalismo negativo, la idea de la imposibilidad de completud cultural. En el per�odo de transici�n que atravesamos, a�n dominado por la raz�n meton�mica y por la raz�n prol�ptica, la mejor formulaci�n para el universalismo negativo tal vez sea designarlo como una teor�a general residual: una teor�a general sobre la imposibilidad de una teor�a general.

La idea y sensaci�n de carencia y de incompletud crean la motivaci�n para el trabajo de traducci�n, el cual, para fructificar, tiene que ser el cruce de motivaciones convergentes originadas en diferentes culturas. El soci�logo indio Shiv Vishvanathan formul� de una manera incisiva la noci�n de carencia y la motivaci�n que yo aqu� denomino como motivaci�n para el trabajo de traducci�n: �Mi problema es como ir a buscar lo mejor que tiene la civilizaci�n india y, al mismo tiempo, mantener viva mi imaginaci�n moderna y democr�tica� (Vishvanathan 2000, 12). Si, imaginariamente, un ejercicio de hermen�utica-diat�pica fuese realizado entre Vishvanathan y un cient�fico europeo o norteamericano, es posible imaginar que la motivaci�n para el di�logo, por parte de este �ltimo, se formular�a del siguiente modo: ��C�mo puedo mantener vivo en mi lo mejor de la cultura occidental moderna y democr�tica y, al mismo tiempo, reconocer el valor de la diversidad del mundo que �sa design� autoritariamente como no-civilizado, ignorante, residual, inferior o improductivo?�.

El trabajo de traducci�n tanto puede darse entre saberes hegem�nicos y saberes no-hegem�nicos, como puede ocurrir entre diferentes saberes no-hegem�nicos. La importancia de este �ltimo trabajo de traducci�n reside en que s�lo a trav�s de la inteligibilidad rec�proca y consecuente posibilidad de agregaci�n entre saberes no-hegem�nicos es posible construir la contra-hegemon�a.

El segundo tipo de trabajo de traducci�n tiene lugar entre pr�cticas sociales y sus agentes. Es evidente que todas las pr�cticas sociales se basan en conocimientos y, en ese sentido, son tambi�n pr�cticas de saber. Sin embargo, al incidir sobre las pr�cticas, el trabajo de traducci�n intenta crear inteligibilidad rec�proca entre formas de organizaci�n y entre objetivos de acci�n. En otras palabras, en este caso, el trabajo de traducci�n incide sobre los saberes en tanto que saberes aplicados, transformados en pr�cticas y materialidades. El trabajo de traducci�n entre la biomedicina moderna y la medicina tradicional ilustra bien el modo a partir del cual la traducci�n debe incidir simult�neamente sobre los saberes y sobre las pr�cticas en que se traducen. Los dos tipos de trabajo de traducci�n se distinguen, en el fondo, por la perspectiva que los informa. La especificidad del trabajo de traducci�n entre pr�cticas y sus agentes se hace m�s evidente en situaciones en que los saberes que informan diferentes pr�cticas son menos distintos que las pr�cticas en si mismas. Es, sobre todo, lo que sucede cuando las pr�cticas se dan en el interior del mismo universo cultural, como cuando se intenta traducir las formas de organizaci�n y los objetivos de acci�n de dos movimientos sociales, por ejemplo el movimiento feminista y el movimiento obrero en un pa�s europeo o norteamericano.

La importancia del trabajo de traducci�n entre pr�cticas surge de una doble circunstancia. Por un lado, la sociolog�a de las ausencias y la sociolog�a de las emergencias permiten aumentar enormemente el stock disponible y el stock posible de experiencias sociales. Por otro lado, como no hay un principio �nico de transformaci�n social, no es posible determinar en abstracto articulaciones y jerarqu�as entre las diferentes experiencias sociales y sus concepciones de transformaci�n social. S�lo a trav�s de la inteligibilidad rec�proca de las pr�cticas es posible evaluarlas y definir posibles alianzas entre ellas. Tal como sucede con el trabajo de traducci�n de saberes, el trabajo de traducci�n de las pr�cticas es particularmente importante entre pr�cticas no-hegem�nicas, dado que la inteligibilidad entre ellas es una condici�n de su articulaci�n rec�proca. �sta es, a su vez, una condici�n de la conversi�n de las pr�cticas no-hegem�nicas en pr�cticas contra-hegem�nicas. El potencial anti-sist�mico o contra-hegem�nico de cualquier movimiento social reside en su capacidad de articulaci�n con otros movimientos, con sus formas de organizaci�n y sus objetivos. Para que esa articulaci�n sea posible, es necesario que los movimientos sean rec�procamente inteligibles.

El trabajo de traducci�n tiende a esclarecer lo que une y lo que separa los diferentes movimientos y las diferentes pr�cticas, de modo que determine las posibilidades y los l�mites de la articulaci�n o agregaci�n entre los mismos. Dado que no hay una pr�ctica social o un sujeto colectivo privilegiado en abstracto para conferir sentido y direcci�n a la historia, el trabajo de traducci�n es decisivo para definir, en concreto, en cada momento y contexto hist�rico, qu� constelaciones de pr�cticas tienen un mayor potencial contra-hegem�nico. Para dar un ejemplo: en marzo de 2001, en M�xico, el movimiento ind�gena Zapatista fue una pr�ctica contra-hegem�nica privilegiada; y lo fue tanto m�s cuanto supo realizar trabajo de traducci�n entre sus objetivos y pr�cticas y los objetivos y pr�cticas de otros movimientos sociales mexicanos, del movimiento c�vico y del movimiento obrero aut�nomo al movimiento feminista. De ese trabajo de traducci�n result�, por ejemplo, que el comandante Zapatista elegido para dirigirse al Congreso mexicano haya sido la comandante Esther. Los Zapatistas pretendieron con esa elecci�n significar la articulaci�n entre el movimiento ind�gena y el movimiento de liberaci�n de las mujeres y, por esa v�a, profundizar el potencial contra-hegem�nico de ambos.

El trabajo de traducci�n se ha vuelto, en los tiempos recientes, a�n m�s importante a medida que se fue configurando un nuevo movimiento contra-hegem�nico o anti-sist�mico. Este movimiento, equivocadamente designado como movimiento antiglobalizaci�n, ha venido a proponer una globalizaci�n alternativa a la globalizaci�n neoliberal a partir de redes transnacionales de movimientos locales. Ha llamado la atenci�n de los media en noviembre de 1999 en Seattle, y adquiri� su primera forma organizativa global en el Forum Social Mundial, realizado en Porto Alegre en enero de 2001 53. El movimiento de la globalizaci�n contra-hegem�nica revela cada vez mayor visibilidad y diversidad de las pr�cticas sociales que, en las diversas esquinas del globo, resisten a la globalizaci�n neoliberal. Es una constelaci�n de movimientos muy diversificados. Se trata, por un lado, de movimientos y organizaciones locales, no s�lo muy diversos en sus pr�cticas y objetivos, sino, m�s all� de eso, anclados en diferentes culturas. Se trata, por otro lado, de organizaciones transnacionales, unas originarias del Sur, otras del Norte, igualmente muy diversas entre s�. La articulaci�n y agregaci�n entre estos diferentes movimientos y organizaciones y la creaci�n de redes transfronterizas exigen un gigantesco esfuerzo de traducci�n. �Qu� hay de com�n entre el presupuesto participativo, hoy en pr�ctica en numerosas ciudades latinoamericanas, la planificaci�n democr�tica participativa de los panchayats en Kerala y Bengala occidental en la India y las formas de autogobierno de los pueblos ind�genas en las Am�ricas, Australia o Nueva Zelanda? �Qu� pueden aprender uno de otro? �En qu� tipo de actividades globales contra-hegem�nicas pueden cooperar? Las mismas cuestiones pueden hacerse del movimiento pacifista y el movimiento anarquista, o del movimiento ind�gena y el movimiento gay, o del movimiento Zapatista y el de la organizaci�n ATTAC 54, del Movimiento de los Sin Tierra en Brasil y el movimiento del R�o Narmada, en la India, y as� sucesivamente.

Estas son las cuestiones que el trabajo de traducci�n pretende responder. Se trata de un trabajo muy complejo, no s�lo por el n�mero y diversidad de movimientos y organizaciones implicados, sino, sobre todo, por el hecho de que unos y otros est�n anclados en culturas y saberes muy diversos. O sea, es este un campo donde el trabajo de traducci�n incide simult�neamente sobre los saberes y las culturas, por un lado, y sobre las pr�cticas y los agentes, por otro. M�s all� de esto, ese trabajo tiende a identificar lo que los une y lo que los separa. Los puntos en com�n representan la posibilidad de una agregaci�n o combinaci�n a partir de abajo, la �nica alternativa posible a una agregaci�n desde arriba impuesta por una gran teor�a o por un actor social privilegiado.

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NOTAS

35. La literatura sobre todos estos t�picos es inmensa. Vease, por ejemplo, Brush y Stablinsky 1996; Balick et al. 1996; Shiva 1997; Visvanathan 1997; Brush 1999; Escobar 1999; Posey 1999. En el proyecto �La reinvenci�n de la emancipaci�n social�, arriba mencionado, pueden leerse varios estudios de caso sobre conflictos y di�logos posibles entre saberes en todas estas �reas (ver los temas del multiculturalismo y la ciudadan�a cultural y biodiversidad, conocimientos rivales y derechos de propiedad intelectual) (Santos 2002a; 2002b; 2003; 2004a; 2004b).
36. Sobre las organizaciones econ�micas populares y los sistemas alternativos de producci�n, v�anse los estudios de caso incluidos en el proyecto de investigaci�n �La reinvenci�n de la emancipaci�n social� (Santos 2002b).
37. Sobre la renta m�nima garantizada, ver, sobre todo, Van Parijs 1992 y Purely 1994.
38. Cf., sobre todo, Blowfield 1999; Renard 1999; Simpson y Rapone 2000.
39. Cf. Compa y Diamond 1996; Trubek et al. 2000.
40. Cf. Ross 1997; Schoenberger 2000; Bonacich y Appelbaum 2000.
41. Cf. el tema del nuevo internacionalismo obrero en el proyecto de investigaci�n �La reinvenci�n de la emancipaci�n social". Estos estudios pueden verse tambi�n en Santos 2002a.
42. Sobre la pol�tica de reconocimiento, cf. la nota 7.
43. En el proyecto �La reinvenci�n de la emancipaci�n social" puede leerse un conjunto de estudios de caso sobre la democracia participativa (Santos 2002a).
44. Cf. Fedozzi 1997; Santos 1998a; Abers 1998; Baiocchi 2001; Baierle 2001.
45. Cf. Seller 2000; Desai 2001.
46. Cf. Stavenhagen 1996; Mamdani 1996; Van Cott 1996; 2000; Gentili 1998.
47. Ver Goncalves 2000; Fischer 2000; Jamison 2001; Callon et al. 2001.
48. Cf. Ryan 1991; Bagdildan 1992; Hamelink 1994; Herman y McChesney 1997; McChesney et al. 1998; McChesney 1999; Shaw 2001.
49. Banuri argumenta que el desarrollo del “Sur” se llev� a la pr�ctica de modo desfavorable, “no a causa de malos consejos o de una intenci�n malevola de los consejeros, y tampoco por no haber tenido en cuenta la sabiduria neocl�sica, sino porque el proyecto forz� continuamente al pueblo ind�gena a separar sus energ�as de b�squeda positiva de una transformaci�n social definida por s� misrno, a favor del objetivo negativo de resistir al dominio cultural, pol�tico y econ�mico de Occidente” (cursivas en e! original) (Banuri 1990, 66).
50. Sobre el concepto de umma, cf., especialmente, Faruki 1979; An Na'im 1995; 2000; Hassan 1996; sobre el concepto de dharma, cf. Gandhi 1929/1932; Zaehner 1982;
51. Cf. Gandhi 1941; 1967. Sobre el swadeshi, cf. tambi�n, y entre otros, Bipinchandra 1954; Nandy 1987; Krishna 1994.
52. Sobre la filosof�a de la sagacidad, cf., asimismo, Oseghare 1992; Presbey 1997.
53. Sobre la globalizaci�n contra-hegem�nica existe una bibliograf�a en aumento. Cfc, entre otros: Santos 1995, 250-377; Keck y Sikkink 1998; Evans 1999; Brecher et al 2000; Cohen y Rai 2000.
54. Acr�nimo de Associaci�n pour la Taxaci�n des Transacci�ns Financieres pour l'Ai-de aux CItoyens {Asociacidn para la Imposici�n de una Tasa a transacciones financieras).

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CONDICIONES Y PROCEDIMIENTOS DE TRADUCCI�N

El trabajo de traducci�n es complementario de la sociolog�a de las ausencias y de la sociolog�a de las emergencias. Si �stas �ltimas aumentan enormemente el n�mero y la diversidad de las experiencias disponibles y posibles, el trabajo de traducci�n tiende a crear inteligibilidad, coherencia y articulaci�n en un mundo enriquecido por tal multiplicidad y diversidad. La traducci�n no se reduce a los componentes t�cnicos que obviamente tiene, una vez que estos componentes y el modo como son aplicados a lo largo del proceso de traducci�n tienen que ser objeto de deliberaci�n democr�tica. La traducci�n es, simult�neamente, un trabajo intelectual y un trabajo pol�tico. Y es tambi�n un trabajo emocional porque presupone inconformismo ante una carencia que surge del car�cter incompleto o deficiente de un conocimiento dado o de una pr�ctica dada. Por estas razones, est� claro que las ciencias sociales convencionales son de poca utilidad para el trabajo de traducci�n. M�s all� de eso, el cierre disciplinar signific� el cierre de la inteligibilidad de la realidad investigada y ese cierre fue responsable de la reducci�n de la realidad a las realidades hegem�nicas o can�nicas. Por ejemplo, analizar o evaluar el swadeshi a partir de la econom�a convencional implicar�a tornarlo ininteligible, por tanto intraducible, dado que se perder�an en tal an�lisis y evaluaci�n las dimensiones religiosa y pol�tica que el swadeshi tiene y que quedan bien patentes en la cita que m�s arriba vimos de Gandhi. Tal y como sucede con la sociolog�a de las ausencias y la sociolog�a de las emergencias, el trabajo de traducci�n es un trabajo transgresivo que, como nos ense�� el poeta, va haciendo su camino al andar.
Ya me refer� a que el trabajo de traducci�n se basa en un presupuesto sobre el cual debe ser creado el consenso transcultural: la teor�a general de la imposibilidad de una teor�a general. Sin este universalismo negativo, la traducci�n es un trabajo colonial, por m�s poscolonial que se afirme. Una vez garantizado ese presupuesto, las condiciones y procedimientos del trabajo de traducci�n pueden ser elucidados a partir de las respuestas a las siguientes cuestiones: �Qu� traducir? �Entre qu�? �Qui�n traduce? �Cu�ndo traducir? �Con qu� objetivos traducir?.

�Que traducir? El concepto eje sobre el que se sustenta la respuesta a esta cuesti�n es el concepto de zona de contacto 55. Zonas de contacto son campos sociales donde diferentes mundos de vida normativos, pr�cticas y conocimientos se encuentran, chocan e interact�an. Las dos zonas de contacto constitutivas de la modernidad occidental son la zona epistemol�gica, donde se confrontaron la ciencia moderna y el saber ordinario, y la zona colonial, donde se opusieron el colonizador y el colonizado. Son dos zonas caracterizadas por la extrema disparidad entre las realidades en contacto y por la extrema desigualdad de las relaciones de poder entre ellas.

Es a partir de estas dos zonas y. por contraposici�n con ellas como se deben construir las zonas de contacto reclamadas por la raz�n cosmopolita. La zona de contacto cosmopolita parte del principio de que cabe a cada saber o pr�ctica decidir qu� es puesto en contacto con qui�n. Las zonas de contacto son siempre selectivas, porque los saberes y las pr�cticas exceden lo que de unos y otras es puesto en contacto. Lo que es puesto en contacto no es necesariamente lo que sea m�s relevante o central. Por el contrario, las zonas de contacto son zonas de frontera, tierras de nadie donde las periferias o m�rgenes de los saberes y de las pr�cticas son, en general, las primeras en emerger. S�lo la profundizaci�n del trabajo de traducci�n permite ir trayendo para la zona de contacto los aspectos que cada saber o cada pr�ctica consideran m�s centrales o relevantes.

En las zonas de contacto multiculturales cabe a cada pr�ctica cultural decidir los aspectos que deben ser seleccionados para la confrontaci�n multicultural. En cada cultura hay aspectos considerados demasiado centrales para poder ser puestos en peligro por la confrontaci�n que la zona de contacto puede representar o aspectos que se considera que son inherentemente intraducibles en otra cultura. Estas decisiones forman parte de la propia din�mica del trabajo de traducci�n y est�n sujetas a revisi�n a medida que el] trabajo avanza. Si el trabajo de traducci�n avanza, es de esperar que m�s y m�s aspectos puedan ser tra�dos a la zona de contacto, lo que, a su vez, contribuir� a nuevos avances de la traducci�n. En muchos pa�ses de Am�rica Latina, sobre todo en aquellos en que est� consagrado el constitucionalismo multicultural, los pueblos ind�genas han trabado una lucha en el sentido de controlar la decisi�n sobre cu�les de sus saberes y pr�cticas deben ser objeto del trabajo de traducci�n con relaci�n a los saberes y pr�cticas de la �sociedad mayor�.

La cuesti�n de lo que es traducible no se limita al criterio de selectividad que cada pr�ctica o saber decide adoptar en la zona de contacto. M�s all� de la selectividad activa, existe lo que podr�amos designar como selectividad pasiva. �sta consiste en aquello que en una cultura dada se torn� impronunciable debido a la opresi�n extrema de que fue v�ctima durante largos per�odos. Se trata de ausencias profundas, de vac�os sin posibilidad de relleno, vac�os que dan forma a la identidad inescrutable de los saberes y pr�cticas en cuesti�n. En el caso de las ausencias de larga duraci�n, es probable que ni la sociolog�a de las ausencias las pueda hacer presentes. Los silencios que producen son demasiado insondables para ser objeto del trabajo de traducci�n.

El problema de que traducir suscita a�n otra cuesti�n, que es importante, sobre todo, en zonas de contacto entre universos culturales. Las culturas s�lo son monol�ticas cuando se ven de fuera o a distancia. Cuando las vemos de dentro o de cerca es f�cil ver que est�n constituidas por varias y a veces conflictivas versiones de la misma cultura. En el ejemplo a que me refer� de un posible di�logo multicultural sobre concepciones de dignidad humana, es f�cil ver que en la cultura occidental no existe s�lo una concepci�n de derechos humanos. Podemos distinguir por lo menos dos: una, de origen liberal, que privilegia los derechos c�vicos y pol�ticos en relaci�n con los derechos econ�micos y sociales, y otra, de origen marxista o socialista, que privilegia los derechos sociales y econ�micos como condici�n necesaria para todos los dem�s. Del mismo modo, en el Islam, es posible distinguir varias concepciones de umma, unas m�s inclusivas, reconducibles al per�odo en que el profeta vivi� en La Meca, y otras, menos inclusivas, desarrolladas a partir de la construcci�n del Estado isl�mico en Medina. Y, de un modo semejante, son muchas las concepciones de dharma en el hinduismo.

Las versiones m�s inclusivas, aqu�llas que contienen un c�rculo m�s amplio de reciprocidad, son las que generan las zonas de contacto m�s prometedoras, las m�s adecuadas para profundizar el trabajo de traducci�n y la hermen�utica diat�pica.

�Entre que traducir? La selecci�n de los saberes y pr�cticas entre los cuales se realiza el trabajo de traducci�n es siempre resultado de una convergencia o conjugaci�n de sensaciones de experiencias de carencia, de inconformismo y de motivaci�n para superarlas de una forma espec�fica. Puede surgir como reacci�n a una zona de contacto colonial o imperial. Por ejemplo, la biodiversidad es hoy una zona de contacto imperial entre el conocimiento biotecnol�gico y el conocimiento de los chamanes, m�dicos tradicionales o curanderos en comunidades ind�genas o rurales de Am�rica Latina, �frica, Asia e, incluso, Europa. Los movimientos ind�genas y los movimientos sociales transnacionales aliados han criticado esta zona de contacto y los poderes que la constituyen y est�n luchando por la construcci�n de otras zonas de contacto no imperiales donde las relaciones entre los diferentes saberes y pr�cticas sea m�s horizontal. Esta lucha ha dado lugar a una traducci�n entre saberes biom�dicos y saberes m�dicos tradicionales hasta ahora desconocida. Para dar un ejemplo de un campo social totalmente distinto, el movimiento obrero, enfrentado a una crisis sin precedentes, ha tenido que abrirse a zonas de contacto con otros movimientos sociales, especialmente con movimientos c�vicos, feministas, ecologistas y de inmigrantes. En esa zona de contacto se ha realizado un trabajo de traducci�n entre las pr�cticas, reivindicaciones y aspiraciones obreras y los objetivos de la ciudadan�a, de protecci�n del medio ambiente y de antidiscriminaci�n contra mujeres, minor�as �tnicas o inmigrantes. Tales traducciones han transformado lentamente el movimiento obrero y los otros movimientos sociales al mismo tiempo que han hecho posibles constelaciones de luchas que hace unos a�os hubieran sido impensables.

�Cu�ndo traducir? Tambi�n aqu� la zona de contacto cosmopolita tiene que ser el resultado de una conjugaci�n de tiempos, ritmos y oportunidades. Sin tal conjugaci�n, la zona de contacto se vuelve imperial y el trabajo de traducci�n se convierte en una forma de canibalizaci�n. En las dos �ltimas d�cadas, la modernidad occidental descubri� las posibilidades y las virtudes del multiculturalismo. Habituada a la rutina de su hegemon�a, presupuso que, estando la cultura occidental dispuesta a dialogar con las culturas que antes oprimiera, estas �ltimas estar�an naturalmente dispuestas y disponibles para ese di�logo y, de hecho, ansiosas por conseguirlo. Este presupuesto ha redundado en nuevas formas de imperialismo cultural, incluso cuando asume la forma de multiculturalidad (es lo que llamo multiculturalismo reaccionario).

En el terreno de las zonas de contacto multiculturales, debemos tener presentes las diferentes temporalidades que en ellas intervienen. Como afirm� con anterioridad, uno de los procedimientos de la sociolog�a de las ausencias consiste en contraponer a la l�gica de la monocultura del tiempo lineal una constelaci�n pluralista de tiempos y duraciones de modo que liberen las pr�cticas y los saberes del estatuto residual que les impuso el tiempo lineal. El objetivo es, tanto cuanto sea posible, convertir en contemporaneidad la simultaneidad que la zona de contacto proporciona. Esto no significa que la contemporaneidad anule la historia. Esta consideraci�n es importante, sobre todo en las zonas de contacto entre saberes y pr�cticas en que las relaciones de poder, al ser extremadamente desiguales, condujeron a la producci�n masiva de ausencias. En estas situaciones, una vez hecho presentes un saber o una pr�ctica concretos antes ausentes, existe el peligro de pensar que la historia de ese saber o de esa pr�ctica comienza con su presencia en la zona de contacto. Este peligro ha estado presente en muchos di�logos multiculturales, sobre todo en aquellos en que han intervenido los pueblos ind�genas despu�s de las pol�ticas de reconocimiento que desarrollaron un poco por todas partes a partir de la d�cada de los a�os ochenta del siglo pasado. La zona de contacto tiene que ser vigilada para que la simultaneidad del contacto no signifique el colapso de la historia.

�Quien traduce? Los saberes y las pr�cticas s�lo existen en la medida en que son usados o ejercidos por grupos sociales. Por ello, el trabajo de traducci�n se realiza siempre entre representantes de tales grupos sociales. El trabajo de traducci�n, como trabajo argumentativo, exige capacidad intelectual. Los intelectuales cosmopolitas tendr�n que asumir un perfil semejante al del sabio fil�sofo identificado por Odera Oruka en busca de la sagacidad africana. Se trata de intelectuales fuertemente enraizados en las pr�cticas y saberes que representan, teniendo de ellos una comprensi�n profunda y cr�tica. Esta dimensi�n cr�tica, que Oruka denomina como �sabidur�a did�ctica� funda la carencia, el sentimiento de incompletud y la motivaci�n para buscar en otros saberes y en otras pr�cticas las respuestas que no se encuentran dentro de los l�mites de un saber o una pr�ctica dadas. Los traductores de culturas deben ser intelectuales cosmopolitas. Pueden encontrarse tanto entre los dirigentes de movimientos sociales como entre los activistas de base. En el futuro pr�ximo, la decisi�n de qui�n traduce se convertir�, probablemente, en una de las deliberaciones democr�ticas m�s decisivas en la construcci�n de la globalizaci�n contra-hegem�nica.

�C�mo traducir? El trabajo de traducci�n es, b�sicamente, un trabajo argumentativo, basado en la emoci�n cosmopolita de compartir el mundo con quien no comparte nuestro saber o nuestra experiencia. Las dificultades del trabajo de traducci�n son m�ltiples. La primera dificultad consiste en las premisas de la argumentaci�n. Toda argumentaci�n se basa en postulados, axiomas, reglas, ideas que no son objeto de argumentaci�n porque son aceptadas como evidentes por todos los que participan en el circulo argumentativo. Se trata, en general, de los topoi o lugares comunes y constituyen el consenso b�sico que hace posible el disenso argumentativo 56. El trabajo de traducci�n no dispone de partida de topoi, ya que los topoi que est�n disponibles son los propios de un saber o de una cultura dada y, como tal, no son aceptados como evidentes por otro saber o por otra cultura. En otras palabras, los topoi que cada saber o cada pr�ctica aportan a la zona de contacto dejan de ser premisas de la argumentaci�n y se transforman en argumentos. A medida que el trabajo de traducci�n avanza, se van construyendo los topoi que son adecuados para la zona de contacto y para la situaci�n de traducci�n. Es un trabajo exigente, sin seguros contra riesgos y siempre cerca del colapso. La capacidad de construir topoi es una de las marcas m�s distintivas de la calidad del intelectual o sabio cosmopolita.

La segunda dificultad nos remite a la lengua en que se pone en pr�ctica la argumentaci�n. Es poco corriente que los saberes y pr�cticas presentes en las zonas de contacto compartan una lengua com�n o dominen del mismo modo la lengua com�n. Es frecuente que, cuando la zona de contacto cosmopolita es multicultural, una de las lenguas en presencia es frecuentemente la que domina la zona de contacto imperial o colonial. La sustituci�n de esta por una zona de contacto cosmopolita puede, de ese modo, ser boicoteada por el uso de la lengua anteriormente dominante. No se trata �nicamente de que los diferentes participantes en el discurso argumentativo puedan tener un dominio desigual de dicha lengua. Se trata del hecho de que la lengua en cuesti�n sea responsable de la impronunciabilidad de algunas aspiraciones centrales de los saberes y pr�cticas que fueron oprimidos en la zona colonial.

La tercera dificultad reside en los silencios. En este caso, no se trata de lo impronunciable, sino de los diferentes ritmos con que los diferentes saberes y pr�cticas sociales articulan las palabras con los silencios y de la diferente elocuencia (o significado) que es atribuido al silencio por parte de las diferentes culturas. La gesti�n del silencio y la traducci�n del silencio son las tareas m�s exigentes del trabajo de traducci�n.

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CONCLUSI�N: �PARA QU� TRADUCIR?

Esta �ltima pregunta comprende todas las dem�s. Tiene sentido, pues, responderla en la forma de conclusi�n de la argumentaci�n desplegada en este trabajo. Muy sucintamente, esa argumentaci�n consiste en que la sociolog�a de las ausencias y la sociolog�a de las emergencias, junto con el trabajo de traducci�n, nos permiten desarrollar una alternativa a la raz�n indolente, bajo la forma de aquello que designo como raz�n cosmopolita. Esta alternativa se basa en la idea base de que la justicia social global no es posible sin una justicia cognitiva global.

El trabajo de traducci�n es el procedimiento que nos queda para dar sentido al mundo despu�s de haber perdido el sentido y la direcci�n autom�ticos que la modernidad occidental pretendi� conferirles al planificar la historia, la sociedad y la naturaleza. La respuesta a la pregunta �para qu� traducir? se enfrenta a la segunda cuesti�n que m�s arriba dej� formulada: si no sabemos que un mundo mejor es posible, �qu� nos legitima a actuar como si lo supi�semos? La necesidad de la traducci�n reside en que los problemas que el paradigma de la modernidad occidental procur� solucionar contin�an por resolverse, siendo esta resoluci�n algo que se ve cada d�a como m�s urgente. No disponemos, sin embargo, de las soluciones que ese paradigma propone, y esa es, adem�s, la raz�n de la profunda crisis en que se encuentra. En otras palabras, en la fase de transici�n en que nos encontramos, nos enfrentamos a problemas modernos para los cuales no tenemos soluciones modernas.
El trabajo de traducci�n basado en la sociolog�a de las ausencias y en la sociolog�a de las emergencias es un trabajo de imaginaci�n epistemol�gica y de imaginaci�n democr�tica con el objetivo de construir nuevas y plurales concepciones de emancipaci�n social sobre las ruinas de la emancipaci�n social autom�tica del proyecto moderno. No hay garant�a alguna de que un mundo mejor sea posible y mucho menos de que todos los que no desistan de luchar por �l lo conciban del mismo modo. La oscilaci�n entre banalidad y horror, que tanto angusti� a Adorno y Horkheimer, se ha transformado hoy en la banalidad del horror. La posibilidad del desastre comienza hoy a ser evidente.

La situaci�n de bifurcaci�n de que hablan Prigogine y Wallerstein es la situaci�n estructural en que se da el trabajo de traducci�n. El objetivo del trabajo de traducci�n es el de crear constelaciones de saberes y pr�cticas suficientemente fuertes para proporcionar alternativas cre�bles a lo que hoy se designa como globalizaci�n neoliberal y que no es m�s que un nuevo paso del capitalismo global para sujetar la totalidad inagotable del mundo a la l�gica mercantil. Sabemos que nunca conseguir� cumplir integralmente ese objetivo y que �sa sea, tal vez, la �nica certeza que sacamos del colapso del proyecto de la modernidad. Eso, sin embargo, nada nos dice sobre si un mundo mejor es posible y qu� perfil tendr�. De ah� que la raz�n cosmopolita prefiera imaginar el mundo mejor a partir del presente. Por eso propone la dilataci�n del presente y la contracci�n del futuro. Aumentando el campo de las experiencias, es posible evaluar mejor las alternativas que son hoy posibles y est�n disponibles. Esta diversificaci�n de las experiencias tiende a recrear la tensi�n entre experiencias y expectativas, m�s de tal modo que unas y otras se den en el presente. El nuevo inconformismo es el que resulta de la verificaci�n de que hoy, y no ma�ana, ser� posible vivir en un mundo mucho mejor. Al final, como se pregunta Bloch, si s�lo vivimos en el presente, no se comprende que sea tan pasajero.

Las expectativas son las posibilidades de reinventar nuestra experiencia, confrontando las experiencias hegem�nicas, que nos son impuestas, con la inmensa variedad de experiencias cuya ausencia es producida activamente por la raz�n meton�mica o cuya emergencia es reprimida por la raz�n prol�ptica. La posibilidad de un futuro mejor no est�, de este modo, situada en un futuro distante, sino en la reinvenci�n del presente, ampliado por la sociolog�a de las ausencias y por la sociolog�a de las emergencias y hecho coherente por el trabajo de traducci�n.

El trabajo de traducci�n permite crear sentidos y direcciones precarios pero concretos, de corto o medio alcance pero radicales en sus objetivos, inciertos pero compartidos. El objetivo de la traducci�n entre saberes es crear justicia cognitiva a partir de la imaginaci�n epistemol�gica. El objetivo de la traducci�n entre pr�cticas y sus agentes implica crear las condiciones para una justicia global a partir de la imaginaci�n democr�tica.

El trabajo de traducci�n crea las condiciones para emancipaciones sociales concretas de grupos sociales concretos en un presente cuya injusticia es legitimada en base a un masivo desperdicio de la experiencia. El trabajo de traducci�n, basado en la sociolog�a de las ausencias y en la sociolog�a de las emergencias, s�lo permite revelar o denunciar la dimensi�n de ese desperdicio. El tipo de transformaci�n social que a partir de �l puede construirse exige que las constelaciones de sentido creadas por el trabajo de traducci�n se transformen en pr�cticas transformadoras.

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NOTAS

54. El concepto de zona de contacto ha sido usado por diferentes autores en sentidos distintos. Por ejemplo, Mary Louise Pratt define las zonas de contacto como �espacios sociales en que culturas distintas se encuentran, chocan entre s� y se implican unas en otras, muchas veces en relaciones de dominaci�n y subordinacton altamente asim�tricas —tales como el colonialismo, la esclavitud o sus secuelas que sobreviven hoy por todo el mundo� (1992, 4)—. En esta formulaci�n, las zonas de contacto parecen implicar encuentros entre totalidades culturales. Este no tiene por qu� ser el caso. La zona de contacto puede implicar diferencias culturales selectas y parciales, las diferencias que, en un espacio-tiempo determinado, se encuentran en concurrencia para dar sentido a una determinada l�nea de acci�n. M�s all� de eso, como argumento en este trabajo, los intercambios desiguales van hoy mucho m�s all� del colonialismo y de sus secuelas, aunque el colonialismo continue desempe�ando un papel muy importante de lo que est� dispuesto a admitir.

55. Sobre los topoi y la ret�rica en general, cf. Santos 1995, 7-55.

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