EL MODELO DE LOS MODELOS
Por Ítalo Calvino

En la vida del señor Palomar hubo una época en que su regla era ésta: primero, construir en su mente un modelo, el mas perfecto, lógico, geométrico posible; segundo, verificar si el modelo se adapta a los casos prácticos observables en la experiencia; tercero, aportar las correcciones necesarias para que mo­delo y realidad coincidan. Este procedimiento, elaborado por los físicos y los astrónomos que indagan la estructura de la materia y del universo, parecía a Palomar el único con el que se podía hacer frente a los mas intrincados problemas humanos, y en pri­mer lugar los de la sociedad y del mejor modo de gobernar. Era preciso tener presentes por una parte la realidad informe y demente de la convivencia humana, que no hace sino engendrar monstruosidades y desastres, y por otra un modelo de organismo so­cial perfecto, de líneas netamente trazadas, rectas y círculos y elipsis, paralelogramos de fuerzas, diagramas con abcisas y ordenadas.

Para construir un modelo —Palomar lo sabía— es preciso partir de algo, es decir, tener principios de los cuales pueda salir por deducción el propio razonamiento. Estos principios —llamados también axiomas o postulados— uno no los elige, sino que ya los tiene, porque si no los tuviera no podría si quiera ponerse a pensar. Por lo tanto, Palomar tam­bién los tenía, pero —no siendo ni un matemático ni un lógico— no se preocupaba de definirlos. Deducir era sin embargo una de sus actividades preferidas, porque podía dedicarse a ella solo y en silencio, sin instrumentos especiales, en cualquier lugar y momento, sentado en un sillón o paseando. Por la inducción en cambio sentía cierta desconfianza, tal vez porque sus experiencias le parecían aproximativas y parciales. La construcción de un modelo era, pues, para él un milagro de equilibrio entre los principios (que permanecían  en  la  sombra)  y  la  experiencia (inasible), pero el resultado debía tener una consistencia mucho más sólida que los unos y la otra. En un modelo bien construido, en realidad, cada detalle debe estar condicionado por los demás, con lo cual todo se sostiene con absoluta coherencia, como en un mecanismo donde si se bloquea un engranaje todo se bloquea. El modelo es por definición aquel en el que no hay nada que cambiar, aquel que funciona a la perfección, en cambio la realidad vemos perfectamente que no funciona y se desintegra por  todas partes; por lo tanto, no queda sino obligarla a tomar la forma del modelo, por las buenas o por las malas. Durante mucho tiempo el señor Palomar se había esforzado por alcanzar una impasibilidad y un desapego tales que lo único que contara fuese sólo la serena armonía de las líneas del diseño: todos los desgarramientos y contorsiones y compresiones que la realidad debe sufrir para identificarse con el mo­delo, debían considerarse accidentes momentáneos e irrelevantes. Pero si por un instante dejaba de fijar la vista en la armoniosa figura geométrica dibujada en el cielo de los modelos ideales, le saltaba a los ojos un paisaje humano en el que las monstruosida­des y los desastres no habían desaparecido en modo alguno y las líneas del dibujo aparecían deformadas y retorcidas.

Hacia falta entonces un sutil trabajo de ajuste que aportase graduales correcciones al modelo para aproximarlo a una posible realidad y a la realidad para aproximarlo al modelo. En verdad, el grado de ductilidad de la naturaleza humana no es ilimitado, como había creído en un primer momento; y en compara-ción, hasta el modelo más rígido puede dar prueba de cierta inesperada elasticidad. En una palabra, si el modelo no logra transformar la realidad, la reali­dad debería conseguir  transformar el modelo.

La regla del señor Palomar poco a poco había cambiado: ahora necesitaba una gran variedad de mode­los, tal vez transformables el uno en el otro según un procedimiento combinatorio, para encontrar aquel que calzase mejor en una realidad que a su vez estaba siempre hecha de muchas realidades diversas, en el tiempo y en el espacio.

En todo esto, no es que el propio Palomar elaborase modelos o se dedicara a aplicar otros ya elaborados: se limitaba a imaginar un justo uso de los mo­delos justos para colmar el abismo que veía abrirse cada vez más entre la realidad y los principios. En una palabra, el modo de manipulación y gestión posible de los modelos no era de su competencia ni entraba en sus posibilidades de intervención. De estas cosas se ocupan habitualmente personas muy diferentes de el, que juzgan su funcionalidad según otros criterios: como instrumentos de poder, sobre todo, más que según los principios o las consecuencias en la vida de la gente. Cosa esta bastante natural, pues lo que los modelos tratan de modelar es siem­pre un sistema de poder; pero si la eficacia del sistema se mide por su invulnerabilidad y capacidad para durar, el modelo se convierte en una especie de fortaleza cuyas gruesas murallas esconden lo que esta fuera. Palomar, que de los poderes y contrapoderes se espera siempre lo peor, ha terminado por convencerse de que lo que cuenta realmente es lo que sucede a pesar de ellos: la forma que la sociedad va adoptando lentamente, silenciosamente, anónimamente, en los hábitos, en el modo de pensar y de hacer, en la escala de valores. Si las cosas son así, el modelo de los modelos ansiado por Palomar deberá servir para obtener modelos transparentes, diáfanos, sutiles como telas de arana; tal vez directamente para di-solver los modelos, mas aún, para disolverse.

Llegado a ese punto a Palomar no le quedaba sino borrar de su mente los modelos y los modelos de modelos. Cumplido también este paso, se encuentra cara a cara con la realidad mal dominable y no homogeneizable, formulando sus «si», sus «no», sus «pero». Para eso, es mejor que la mente este libre, limpia, amoblada sólo por la memoria de fragmentos de ex­periencia y de principios sobrentendidos y no demostrables. No es una linea de conducta que pueda darle satisfacciones especiales, pero es la única que le resulta practicable.

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